martes, 2 de diciembre de 2014

Cuento de humor "El cuadernillo de la selva"

Cuentos breves, para sonreír brevemente a la brevedad posible

“El cuadernillo de la selva”
(Ni llega a libro)

La etimología de la palabra “salvaje”, proviene de selva. Pero claro está, no todo lo que tiene que ver con la selva es salvaje, ni todos los salvajes están en la selva. La selva virgen (si es que queda algo así en este mundo) posee muchas particularidades en cuanto a su composición y estructura, y por supuesto también, en cuanto a sus especies. Muchas de esas especies son vegetales (comino, romero, orégano, etc.) y otras tantas animales, que a su vez tienen su propia estructura y organización. Mal que nos pese, los humanos también pertenecemos a esta especie animal (mal que nos pese a la especie).
Siempre dije y sostuve que amaba la naturaleza y a los animales, y que si había algo que me fascinaba, eran los viajes para disfrutar de ellos.
Gracias a mi trabajo como agregado cultural de la embajada (agregado, porque iba de colado), tuve la oportunidad de apreciar las maravillas arquitectónicas parisinas, los grandiosos monumentos romanos, el ambiente cultural londinense, la impactante historia griega (mucho más impactante cuando uno se cae en una de los pozos de las nuevas excavaciones) y disfrutar a pleno de las bondades nocturnas de bares y cabarets tailandeses y camboyanos, en donde la amabilidad de las aldeanas se prodigaba por unos céntimos (Eso si, siempre provisto en la mochila de una inyección de penicilina).
Después del último viaje que hice a la selva africana, puedo decir con absoluta franqueza, que todo aquello que sostenía sobre el amor a los animales, hoy en día lo afirmo y lo reafirmo más que nunca.
El cronograma que nos entregaron sobre el safari a realizar, en una de las excursiones a la selva, estaba escrito en inglés, francés, alemán, italiano y el idioma local, que vaya a saber Dios que cuernos decía, ya que pedí expresamente un folleto explicativo en español, pero descubrí a través de su sarcástica sonrisa, que los lugareños no me habían entendido ni un ápice, ya que sólo me trajeron un café expreso.
Un poco por señas y el resto a los empujones, me indicaron dónde se encontraba el transporte que nos llevaría a la excursión. Se notaba que la empresa organizadora, estaba intentando abaratar costos y por consiguiente, haciendo reducción de personal y de transportes, ya que nos ubicaron a los 17 pasajeros en un sólo jeep. Estábamos tan apretados que hasta pensábamos lo mismo. Unos no tuvimos mas remedio que sentarnos encima de otros, lo que no hubiese sido tan molesto, a no ser por el camino pedregoso y lleno de desniveles que tuvimos que atravesar, lo que originó en algunos casos como el mío, un malhumor inusual y en otros una placentera sonrisa, con la secreta esperanza que el viaje no acabe jamás. O si. Lo cierto que después de aquel viaje, se podría asegurar que comenzaron algunos romances.
Según la foto que estaba impresa en el catálogo de la empresa, el vehículo que nos transportaría a la inolvidable experiencia del safari, contaba con todos los adelantos tecnológicos y de comodidad, catalogado como de última generación.
Evidentemente, el que nos llevó, se había degenerado bastante, ya que el techo de lona exhibía enormes agujeros, los parantes de hierro estaban absolutamente oxidados, y los almohadones de los asientos brillaban por su ausencia. Entonces entendí porqué en cada mesita de luz del hotel, había una pinza de depilar, que según me contaron, generalmente era utilizada para quitarse las astillas de los asientos de madera, luego del paseo.
Yo no tuve que utilizarla, porque me tocó viajar sentado encima de un petiso, que si bien no era enano, tampoco llegaba a una altura mínima, y tenía la ventaja que yo podía mirar el paisaje por encima de su cabeza. Le propuse cambiar de posición por si le resultaba pesado, pero se negó mientras me guiñaba un ojo. De cualquier forma, puedo llegar a afirmar que todo lo que se dice sobre los petisos... es absolutamente verdadero.
El camino extremadamente sinuoso que se adentraba en la zona selvática, se asociaba con la excelente puntería del chofer que no le erraba a ningún pozo y uno por uno los iba pisando, para zamarrearnos como si estuviésemos en un jeep enfermo de Parkinson.
Era tanta la incomodidad y el deseo de terminar con semejante apretujamiento y ajetreo, que cuando alguien caía del jeep en medio de la ruta, todos miraban para otro lado y nadie decía una palabra, para que no lo rescaten y así viajar más cómodos.
A toda ésta molestia e irritación, había que agregarle el aroma del hacinamiento que se producía, ya que si bien el jeep no contaba con puertas y se encontraba totalmente abierto, la aglomeración de aquella gente apretada, provocaba inevitablemente percibir muy de cerca los respectivos efluvios corporales, incluyendo las de aquellos que no guardaban una dieta sana y exenta de picantes. Semejante traqueteo facilitaba y hasta forzaba la exhalación y/o expulsión de aquellas consecuencias intestinales, hecho que empeoraba si tomamos en cuenta que en aquella zona, la dieta es a base de legumbres.
Ni cuando practicaba buceo, logré durante tanto tiempo aguantar la respiración. Allí comencé a perder el olfato.
Ya en medio de la zona selvática, cuando los árboles gigantes apenas si permitían el paso de la luz solar y nos rodeaban los arbustos y las plantas, que a su vez nos duplicaban en altura, el chofer del jeep gritó algo en varios idiomas, pero claro está, no en español. Todos se sujetaron de los caños que rodeaban al vehículo y cuando al verlos, intenté hacer lo mismo, un gran montículo de troncos en el sendero, provocó que el jeep pegara un sorpresivo brinco que me hizo volar por los aires. Cuando caí, el transporte había seguido su camino, por lo que ya no estaba ahí. Grité y hasta les tiré cuanta cosa encontré en el suelo, pero todos miraban para otro lado, como admirando las belleza de las plantas, con cara de “no escucho nada” como perro que se lo están... en fin... Quedé ahí, en medio de la selva. Creo que tan sólo el petiso me extrañó un poco.
Me insulté tres mil veces en diez segundos, por haber subido a aquel jeep, y otras diez mil veces al chofer y los ocupantes del mismo, pero al ver que ello no solucionaba nada y que obviamente un taxi no pasaría jamás por allí, decidí emprender el regreso a pié.
Toda persona que se precie de ser minimamente inteligente, conoce varios métodos y formas para desandar un camino recorrido, aún sin conocerlo.
No era mi caso. Estuve varias horas dando vueltas por el mismo lugar, cosa que advertí recién cuando vi la mancha de orina, con la que hacía una hora había regado un árbol.
Al principio el verdor del paisaje, el fresco aroma de la mañana que emanaban aquellas plantas y el alegre canturreo de los pájaros, hacían de aquello una experiencia fascinante, pero cuando me encontré de frente con un cachorro de hiena, que babeante me mostraba su dentadura, todo cambió. El animal, por ser cachorro, era bastante pequeño y por más que me mostraba amenazante sus colmillos, no aparentaba ser una verdadera amenaza, por lo qué lo tomé del cuero de su lomo y lo arrojé sobre unos arbustos, para que su caída estuviese amortiguada. Lo que no alcancé a advertir, fue a toda su familia y al parecer también, a todos los vecinos del pequeño, que detrás mío, a tan sólo unos metros, me miraban fijamente mientras comenzaban a gruñirme. Lamento no haber tenido testigos que lo certifiquen, pero puedo asegurar que he batido el récord de los doscientos metros en menos de seis segundos, incluyendo una trepada al árbol más alto.
La hiena, al ser por excelencia un animal carroñero, está provisto naturalmente de una paciencia extrema. Pero no tanto como la mía que era provocada por el pánico. Allí estuve trepado a una alta rama de aquel árbol, durante muchas horas, mientras las hienas me esperaban abajo con su vista clavada en mí. Ni siquiera una lluvia dorada las espantaba. Incluso parecían disfrutar de aquel baño de orina. En definitiva estuve varios días allí colgado, comiendo los frutos de aquel árbol, que si bien obviamente no eran venenosos, eran al menos muy eficaces como laxantes. Creo que en aquellas ramas, nunca más se meció ningún chimpancé. Al cuarto día, por fin las hienas se fueron corriendo, tal vez por designio de Dios, por casualidad, o quizás por la presencia de una leona hambrienta, lo cierto es que ya no significaban más aquel peligro. Ahora el peligro era la leona, que al olfatear la orina, miró hacia arriba y al verme comenzó a relamerse. Creo que hasta me imaginaba con una guinda en la cabeza. Pero por suerte, las leonas no tienen tanta paciencia como las hienas y al anochecer también se fué a buscar una presa más cercana.
Por la debilidad que tenía, logré bajar a duras penas de aquel árbol, al que ya había empezado a encariñarme. Después de cuatro días comiendo solo laxantes, mi natural delgadez se había acentuado bastante. Allí perdí muchos kilos.
Comencé a caminar de regreso, sorteando ramas, arbustos, y alguna que otra alimaña, cuando al cabo de tres horas, el nervioso aletear de unos pájaros que levantaron vuelo repentinamente me hizo estar en alerta. Allí estaba otra vez la leona, a escasos cincuenta metros, mirándome fijo como tratando de adivinar mis movimientos. No lo pensé dos veces (Según mi tío el embajador, nunca pensé, así que no iba a empezar justamente ahora) e intenté trepar nuevamente a otro árbol, pero mis flácidos músculos ya no respondían ni con el aliciente del miedo. Conocedora de la naturaleza, la leona comenzó a acercarse lentamente, como intuyendo un almuerzo ya casi servido. Pero el instinto de supervivencia siempre es más fuerte. Comencé a trepar hasta con los dientes, justo cuando el animal ya se abalanzaba sobre mi. Tan sólo logró darme un zarpazo a la altura de las nalgas, desgarrándome el pantalón, mientras yo terminaba de subir hasta la rama más alta que podía. Allí perdí mis pantalones.
Otra vez me encontraba sentado sobre una rama, en la copa de un árbol de frutos distintos pero con idénticos resultados. Luego de unas horas la leona nuevamente emprendió su retirada y yo decidí quedarme un día mas allí, por previsión y porque ya no tenía fuerzas para subir de nuevo a un árbol si llegaba a haber otro bicho en las cercanías.
Estaba flaco. Muy flaco (Yo, no el árbol). Tanto que bien podía acostarme en una aguja y taparme con el hilo. Mientras comenzaba a caminar, intentando regresar al campamento, descubrí que debido a tanta delgadez, tenía que pasar dos veces por el mismo lugar para hacer sombra. ( A todas aquellas mujeres que se quejan por no poder bajar de peso, les recomiendo unos días en la selva.) Luego de otro par de días deambulando sin rumbo fijo por la selva, todo se me iba tornando familiar y conocido. Por una lado por el lento acostumbramiento al medio ambiente y por otro lado porque evidentemente estaba caminando en círculos.
Me tiré a descansar exhausto sobre unas hojas caídas, que me sirvieron de mullido colchón y lentamente me fuí dormitando. Durante esos segundos previos al sueño profundo, pasaron fugaces por mi mente, las imágenes de la mirada de la leona, las hienas, los frutos laxantes, el petiso, el chofer y su puntería, y la leche en el fuego que dejé antes de salir en la cocina de la embajada. Imaginé también el rostro de decepción de la leona y de las hienas, la tristeza del petiso, el raro idioma del chofer y los insultos que me estaría lanzando el embajador mientras observa el incendio en la embajada. Me quedé profundamente dormido boca abajo, sin pantalones con mis efluvios corporales al descubierto, sin pensar siquiera que, debido al gran olfato de los animales, eso podría atraer a alguno en época de celo.
Tan sólo desperté cuando sentí su respiración en mi oreja y sus manos peludas se apoyaban en mis hombros. Por el hediondo aroma que emanaba de su excitada respiración en mi mejilla, y por su cara, reconocí de inmediato que se trataba de un enorme gorila, que mientras me miraba dulcemente, se había acostado encima mío. Con los dedos de sus piés sujetó mis tobillos, mientras que con sus fuertes y enormes manos apretaba las mías para que no pudiese moverme. Y no pude.
No sé si se debió a un producto de la imaginación o si realmente fue así, pero me pareció que hasta me tiraba un besito.
Lo cierto fue que mi grito, lo escucharon hasta en la gran capital. Allí perdí mi virginidad.
Bueno, me despido de ustedes con ésta última carta, mandándoles muchos besos a todos y quiero decirles que los extraño mucho. Ahora tengo que dejarlos porque mi gorilita ya está volviendo del trabajo y tengo que prepararle la comidita.
Besitos, besitos, besitos.

H.D.M.

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