lunes, 1 de diciembre de 2014

Cuento de humor: "La princesa está triste"

Cuentos breves, para sonreír brevemente a la brevedad posible

"La princesa está triste"

La princesa está triste.
Pero nadie se pregunta qué tendrá, porque ya todos lo saben.
Cuando transcurría la época medieval, los castillos en las montañas, solían ser el sueño de todo labrador que recorría los sinuosos senderos, y de cada ambicioso jovenzuelo, aspirante a príncipe a través de desposarse con la Princesa del reino, que por esos días se hallaba vacante.  La Princesa, no el reino.   El Rey que allí habitaba, era por consiguiente, el padre de la hermosa criatura de dóciles e inefables diecinueve años, cuya singular belleza solía ser el desvelo de todos los jóvenes de la comarca. Su larga cabellera rubia, enrulada en los extremos, llegaba casi hasta una delgadísima cintura y sus caderas finamente moldeadas, servía de marco a una de las partes que más admiraban los hombres. Su cabellera servía de marco, no la cadera.  Se trataba de uno los rostros más gráciles y bellos jamás vistos.  Sus enormes ojos verdes, delicadamente impregnados de una inocente y ávida mirada angelical y de curiosidad por cuanto la rodeaba, más los hoyuelos que se le formaban a cada lado de la comisura de sus labios cuando sonreía, dejaba al descubierto una tan radiante y blanca dentadura, con cuya sonrisa, lograba cautivar hasta al mismo Demonio, y una tersa, delicada y rozagante piel, que el solo rozarla, dejaba tieso a más de uno... Otros debían agacharse para disimular.  Era de una belleza difícil de explicar... Concretamente, estaba más fuerte que bulón de puente.
Rodeado como siempre de su inseparable séquito que lo acompañaba a diestra, siniestra y hasta por el centro,  en las agradables tardes primaverales, las tórridas del verano, e incluso en las esmorecidas noches invernales, aquellas mismas donde los trovadores solían cantarse de frío, Su Majestad  gustaba de pasear por los amplios e interminables pasillos, que comunicaban las distintas habitaciones de la planta baja.  Le resultaba imposible hacerlo por los pisos superiores a causa de tres motivos: altas e interminables escaleras por un lado, la dolorosa e insoportable enfermedad de gota, que parecía querer explotarle la rodilla, por el otro, y también la falta de ascensores, que por aquella época aún no se habían inventado.  Fue por ello que el Rey ordenó de inmediato a Ortiberio III, Duque de Alcachofa, la invención de algún aparatejo que lo ayudara a elevarse y subir así a los pisos superiores, los cuales hacía ya cinco años que no frecuentaba por tales motivos, y eso lo ponía un tanto nervioso.  Sobre todo teniendo en cuenta que allí se encontraba la Reina, digna madre de la Princesa en cuanto a belleza, pero con el aditamento de una cautivante femineidad, proveniente de una muy sutil madurez, que no hacía más que dejar en evidencia su extrema sensualidad, indiscutible exquisitez que logra solo la experiencia.  En pocas palabras, estaba más fuerte que la hija.
En aquellos alejados pisos superiores, la Reina, estaba muy bien protegida, por unos quince sirvientes bengalíes.  Negros enormes, de casi dos metros de altura, con brazos más gruesos que el tronco de un álamo y que velaban por ella a cada instante.  Con velas y con lo que tenían a mano.  El Rey no temía en absoluto por su seguridad, ni siquiera por la posible infidelidad de su cónyuge, ya que ellos no lo permitirían y por otra parte, a estos mismos, los había mandado convertir en eunucos, para no correr riesgos.  Nunca pudo comprobar si su orden fue llevada a cabo, porque la enfermedad lo atacó de repente y no pudo subir más a los pisos superiores para cerciorarse, pero confiaba ciegamente en lo que el Duque de Alcachofa le decía.
Sin duda el Rey añoraba aquellas noches de placer y frenesí en las alcobas reales con su bellísima y ardiente esposa, y a las que hubo de resignar, por culpa de su enfermedad y de los asuntos de estado  que lo habían obligado a permanecer en el piso inferior.  Sabía que ella también sufría, cuando escuchaba por las noches los gritos de su amada en su alcoba, seguramente por las pesadillas que le provocaba no poder estar con su marido.
Por las mañanas ya todo era distinto. El alegre canturreo y la exuberante sonrisa que la reina exhibía mientras bailoteaba feliz por los balcones, demostraban que tales pesadillas ya habían acabado... y varias veces.
Generalmente los castillos medievales requerían mucho mantenimiento.  Varios chambelanes estaban a cargo de los cuartos donde vivía el Rey y otras tantas mucamas hacían la limpieza.  El maestro cervecero, hacía la cerveza.  Las nodrizas lactaban a los bebés de las señoras en residencia.  Los acomodadores anunciaban y acomodaban a los invitados. el castellano gobernaba el castillo, un secretario escribía cartas y mantenía los archivos,  los abaceros hacían velas, los giradores giraban la lana, los sirvientes servían, los limpiadores limpiaban, los cocineros cocinaban, las doncellas doncellaban, y los pajes... bueno, ellos también hacían lo suyo.
La Princesa admiraba a su madre, y en cierta forma, también envidiaba un poco aquella felicidad que emanaba de su constante sonrisa. Cuando supo por ella misma el motivo de aquella radiante alegría, intentó encontrar de inmediato a su padre, para exponerle la imperiosa necesidad que le había surgido de conseguir al príncipe de su vida y casarse.
No era una tarea fácil (la de encontrar a su padre), ya que por aquellas tardes el Rey solía frecuentar a las nodrizas que lactaban a los bebés, con la excusa que los niños lo habían invitado a almorzar.
Entre provechito y provechito, el rey escuchó atentamente el angustiante pedido de su hija y trató de consolarla contándole que él se casó con la Reina, siendo un hombre ya mayor,  porque anduvo muchos años solo entre hombres de guerra, batallando durante el día y soñando por las noches con bellas mujeres.  Fue justamente debido a ello que ya tenía callos en las manos, de tanto empuñar la espada.
Pero la Princesa no cejó en su intento.  Estaba convencida que debía casarse, invadida por el incontenible romanticismo propio de su edad, persuadida por completo que debía encontrar el amor y absolutamente desesperada por hacerlo. (Encontrar el amor.  Porque no se pude hacer, si primero no se encuentra con quien.  Aunque bien podría decirse que algunos no necesitan encontrar a nadie para hacerlo y lo hacen solos.  Pero eso ya tiene más que ver con el  “amor propio”)
El rey tomó conciencia de la ardiente realidad de su hija, cuando descubrió los restos de ropa interior incinerada, que todavía humeaban en el cajón del dormitorio de la Princesa, y accedió a su pedido. Exigió tan solo una condición: el candidato debería asegurar una muy buena dote para contraer enlace con su hija y así asegurar la continuidad de riqueza de la casa real.  Un Príncipe con una enorme e impresionante dote.
De inmediato se pusieron en marcha los mecanismos publicitarios de la época, pero el mensaje no fué enviado como ameritaba, por un insignificante error de interpretación.  La noticia entonces, se expandió vertiginosamente entre los habitantes de la comarca, con una muy leve diferencia: no se buscaba ya para la Princesa, un Príncipe con una gran dote sino un candidato muy bien dotado.
Muchos fueron los pobladores que se lanzaron a la aventura de intentar conquistar a la Princesa, algunos verdaderamente dotados y otros a los que, evidentemente, les habían mentido sin piedad. Comenzaron entonces a desfilar frente al castillo real, centenares de jóvenes, ante la sorpresa del Rey, quien al enterarse del error de interpretación de su orden, prefirió no modificarla, ya que primó más del deseo de felicidad para su amada hija.  Los que lograban traspasar el primer filtro  demostrando su valía a los guardias, se apersonaban ante las “chequeadoras de dotes” de palacio.  Aquel era un oficio que hasta ese momento no había existido, pero dadas las circunstancias, el Rey no dudó en crearlo y convocó para tal fin a las nodrizas, en las que tantas veces él mismo había depositado mucho más que su  confianza.  Ellas eran las encargadas de revisar cuidadosamente todas las características de las dotes de los postulantes, no exentas de un entusiasmo poco común  y en muchos casos con denodado ahínco, dedicación y esmero.  Tanto afán y entrega, que a más de una, hubo que sacarlas a la fuerza para que al menos se tomasen un descanso para almorzar y otras tantas, que debieron ser llevadas al hospital, porque de tanto esfuerzo, habían quedado acalambradas boquiabiertas, por el asombro.
Un esbelto muchacho de unos veinticinco años y de tez semi oscura, era un marroquí que había emigrado hasta estas tierras, cuando todavía era muy joven. Su nombre real nadie lo conocía, pero su astucia, la extrema sagacidad que poseía para las trampas, una notable picardía, y la habilidad que lo caracterizaba para salir airoso de las peores situaciones, lograron bautizarlo con el sobrenombre de “ladino”.  El prefijo “Al” en el idioma árabe es el artículo determinado.  Es invariable en género y número, por eso equivale a el, la, lo, los o las.  En algunas palabras árabes que pasaron al español se quedó insertado en el vocabulario cuando decimos por ejemplo: algodón (Ya que en otros idiomas de Europa dicen coton, cotone, cotó, cotton, katoen, etc.).
Por consiguiente, el muchacho en cuestión era popularmente conocido en toda la comarca como Al-ladino, no tanto por su nombre en sí, sino más bien por las veces que salían a perseguirlo a causa de  alguna tropelía cometida, al grito de “Al ladino”!!
Entre las tantas particularidades que Al-ladino poseía y que lo hacían sumamente identificable entre el resto, prevalecían sus atributos físicos.  Siempre llamaba poderosamente la atención su andar desprejuiciado y hasta casi desafiante, portando un enorme bulto debajo de su pantalón.   Cuando la curiosidad popular sobre el tema ya se había generalizado, Al-ladino atribuyó aquella notoria prominencia, a una lámpara mágica que -según decía- solía llevar a escondidas debajo de su pantalón, y que no podía exhibirla, porque si por casualidad era frotada por otra persona, un enorme genio saldría de ella y las violaría.  Si embargo el efecto logrado fue el inversamente proporcional al buscado, ya que no sólo no sació la curiosidad de todos sobre el tan mentado bulto para que lo dejen en paz, sino que incluso muchas mujeres (por no decir casi todas) ya estaban ansiosas por frotarle la lámpara.
Demás está decir el alboroto que se originó cuando lo vieron participar de la fila que esperaba su turno ante las “chequeadoras de dotes”.  Más de un candidato retornó vencido a su casa, sin siquiera haber pasado la prueba, dando ya por perdida su insignificante posibilidad. Tal era el respeto y la admiración que provocaba Al-ladino.  Tanta era su fama al respecto, que la reacción de las nodrizas fué más elocuente aún.  Al principio muchas quedaron muy turbadas con su presencia.  Se diría que más que antes.  Luego de la sorpresa inicial, mientras algunas peleaban entre ellas, arrancándose mechones de pelo para ver quién chequearía la dote de Al-ladino, otras corrían hacia él desesperadas, abriéndose paso a los sopapos entre los participantes, armándose finalmente una verdadera batalla campal, tan solo por frotarle la lámpara.
Luego de tamaña desprolijidad administrativa, el Rey no tuvo más opción que declarar la nulidad del concurso y proclamar ganador por decreto real a Al-ladino.
Cuando la noticia llegó a oídos de la Princesa, si bien no dijo una sola palabra, las comisuras de sus labios dejaron entrever una leve y sutil sonrisa de satisfacción, ya que había escuchado en infinidad de oportunidades todo tipo de historias acerca de Al-ladino y su lámpara mágica, mientras el interminable humo que aparecía por debajo de sus enaguas se hacía más oscuro.
Al tiempo que esto ocurría, en otro sector del castillo y durante muchas horas, duques, marqueses, condes y otros tantos hidalgos, encabezados por Ortiberio III, se reunían a pedido del Rey para complacerlo en su nuevo requerimiento.   No resultaba fácil la tarea de inventar un elevador.  Mientras el Conde Licadeza sugería amablemente la construcción de un enorme columpio que logre unificar las ventanas por fuera, lo peligroso del intento era rebatido por el Marqués Sina, y apoyado vehementemente por el Duque Lotiró.  Sin embargo y a pesar de ello, la discusión se tornó realmente acalorada, recién cuando los sirvientes bengalíes dejaron de abanicar.
Al principio el debate se alimentó de violencia y ésta a su vez se transformó en disputa.  Bien sabido es que la violencia es la gran hija de la disputa.  Se culpaban unos a otros de la escasez de ideas y de la poca creatividad reunida en ese recinto.
-No puede ser que no salga nada!- Gritó un constipado desde un rincón.
-Tranquilos.  No se desanimen.- Le contestaba un enfermo de próstata -Tarde o temprano, algo saldrá!-
-En lugar de contribuir, sólo critican.  Nadie dá un poco de aliento- Decía un asmático
-Tienen que hacer algo urgentemente y con vuestras propias manos- Les recomendaba un paje mientras le miraba los tobillos a la Condesa Prensión.
-Casi lo tengo! Casi lo tengo!!- Se esforzaba en aclarar un onanista con sus manos en los bolsillos.
-Esto es un insulto a la inteligencia- Protestó amaneradamente Ortiberio III mientras golpeaba con su tacón el piso -No puede ser que nadie pueda aportarme una solo idea digna de nuestro rey.  Sencillamente no puede ser!! Nadie me da ni siquiera una!!!!Necesito al menos una que me sirva!!!!!-
Al escuchar esto, uno de los negros bengalíes se le acercó por detrás, acostumbrado ya a aquellos ataques de histeria del Duque.  Lo alzó entre sus brazos casi sin esfuerzo, como quien levanta un vestido de seda, y lo llevó hasta una habitación contigua, mientras el Duque seguía llorisqueando y protestando.
-Quiero que me den al menos una!!!-  Desde adentro de la habitación tan solo se escuchó un suspiro ahogado y luego el silencio se apoderó de todos.  Desde ese día, los hidalgos comenzaron a sospechar que no todas las órdenes del Rey eran cumplidas.
A todo esto, en palacio continuaban los preparativos para la gran boda entre la Princesa y Al-ladino, cuando varias nodrizas se apersonaron ante el Rey, pidiendo ser las encargadas de los preparativos del ajuar de los novios para su noche de bodas, bajo la excusa de la escasez de ropa interior de la niña (quedaban solo cenizas) y de paso intentar nuevamente frotarle la lámpara al ladino.  Pero el Rey no accedió al pedido.  Temía que tanto frote previo, hiciese decaer el entusiasmo en la noche de bodas.   Y fue precisamente por eso, que al no lograr su objetivo, las nodrizas no tuvieron más remedio que recurrir a la vieja estratagema.
La más anciana de las nodrizas, se llamaba Estratagema, y su nombre proviene justamente de ello mismo, ya que fue lo que utilizó un guerrero para embarazar a su madre y luego escapar.  Ella misma ayudó mucho en acuñar ese sobrenombre que la hizo conocida, con sus amaños y triquiñuelas para obtener mayores beneficios durante sus años mozos, y también cuando dejó de servir comidas,.  Con el correr de los años, sus ardides, artimañas y tretas, fueron haciéndose conocidas por todos y comenzaron a decaer en credulidad, por lo que lógicamente le resultaban ya  ineficaces.  Fue por eso que luego se la conoció también como “la vieja de las tretas caídas”.
La vieja Estratagema luego de sopesar la situación con una mano, y unos tomates con la otra, ya que en ese momento se encontraba en el mercado, les recomendó lograr la complicidad del Duque de Alcachofa, ya que por ser el máximo confidente del Rey, también influía en sus decisiones.  Al principio la idea les pareció descabellada, pero cuando comprendieron que el Duque era también pelado, decidieron llevarla a cabo.  Llegaron hasta su alcoba, lo enfrentaron y lo amenazaron con descubrirle al Rey, la realidad sobre los bengalíes.
Por supuesto, el Duque accedió a ayudarlas de inmediato.  Urgentemente solicitó una audiencia con Su Majestad .  Esperó pacientenemente durante veinte minutos, y al ver que el Rey no llegaba, fué en su búsqueda.  Cuando lo tuvo delante suyo, con su innata habilidad y una verborrágica convicción, le solicitó autorización para que las nodrizas se hicieran cargo de los novios.
La respuesta del Rey casi con voz esforzada, fue contundente : -No.- El Conde insistió en la conveniencia de aquella autorización por muchos motivos y los fue enumerando, pero el Rey se volvió a negar.  Ortiberio III esgrimió entonces las bondades de los quehaceres de dichas nodrizas, pero la negativa real se mantuvo incólume. Intentó como último recurso, una sutil amenaza de contarle a la Reina las visitas  que Su Majestad hacía frecuentemente a las nodrizas y a hurtadillas, éstas últimas eran ladronzuelas que deambulaban en las noches por el condado.  Se quedó agazapado como esperando un cruel castigo.  El Rey hizo un breve y pesado silencio, que fue apenas quebrado por un suspiro.  Se colocó su corona, se levantó de su trono y saliendo del baño, se dirigió al Conde, que temeroso lo esperaba con los ojos cerrados y la cabeza gacha como intuyendo  un sopapo al menos.  Con su mano derecha le levantó lentamente el rostro al Duque y le dijo casi al oído con una voz que se escuchó firme y serena, como cada vez que dictaba una sentencia: -Que sea la última vez... que se olvidan de poner papel en el baño!-  El conde entendió inmediatamente los dos mensajes del rey, ya que era muy común en Su Majestad la utilización de las metáforas.  Por un  lado, con el silencio exhibido ante su último requerimiento, estaba tácitamente otorgado aquel permiso para las nodrizas, y por otro lado, como segunda intención, también había comprendido que debía ir muy rápidamente a lavarse la cara.
Las nodrizas no perdieron tiempo en poner manos a la obra, o en frotar la lámpara mejor dicho, e intentaron organizarse para que no vuelvan a ocurrir discusiones ni peleas que provoquen al Rey retractarse de su decisión.
Intentaron repartir los turnos de atención al novio, pero un incipiente entredicho hizo que determinaran hacerlo mejor por sorteo y así evitar cualquier confrontación.  Con tan mala fortuna que la que recibió el primer turno fue la nodriza Dolores Molares, más conocida por Dientes de leche.  Dos eran sus particularidades.  Una estaba referida al miedo, casi transformado en pánico, que tenía por el Rey, cuya presencia la ponía tan nerviosa que la llevaba a realizar todo tipo de torpezas.  Y la segunda estaba referida a sus dientes, ya que aquellos que tenía desde su infancia, los llamados “de leche”, habían decidido quedarse para siempre y no dar lugar a los nuevos, por lo que su dentadura, en relación con el tamaño de su boca, que sí creció con el paso de los años, se asemejaba más a un filoso serrucho que a una dentición mal formada.
Lo cierto es que la mala fortuna no estuvo esa noche del lado de Al-ladino como de costumbre, para salir airoso de situaciones embarazosas, que por cierto las tuvo y muchas.
Esta vez no fue así.  Dolores Molares ingresó a las habitaciones del novio con el mismo objetivo de todas las nodrizas y su nerviosismo y excitación se acrecentó cuando lo vio recostado en su lecho, sin su habitual vestuario.   En la penumbra de la noche, apenas iluminada por la tenue luz de una vela, hasta le pareció advertir al famoso genio que la llamaba con una leve inclinación de cabeza. Se abalanzó casi con desesperación hacia él y cuando ya se encontraba muy concentrada en su labor, alguien gritó desde afuera, tratando de alertar sobre la aproximación de Su Majestad.  El nerviosismo se multiplicó e intentó acabar lo más rápido posible con su tarea, cuando a causa del viento, una de las celosías se cerró repentinamente y el ruido del golpe la hizo estremecer, cerrando abruptamente su boca.
La Princesa quedó triste.  Muy triste.  No sólo porque la boda nunca llegó a celebrarse, sino porque fue la primera vez que alguien quedó viuda sin llegar a casarse.
Muchas nodrizas y algunas mozuelas del poblado que tuvieron la oportunidad de conocer al ladino y sobre todo de frotarle la lámpara, tampoco encontraron consuelo después de aquel incidente, ni siquiera en sus maridos.  A partir de ese día y con el transcurrir de los años, la leyenda del genio de la lámpara de Al-ladino se fue agigantando, y convirtiéndose de a poco en una increíble fábula, que ya nadie, nunca más, podrá llegar a certificar.
Lo que sí todos recuerdan en aquella cálida noche de primavera, fue el ver correr por las calles del condado al esbelto marroquí de tez oscura, haciendo honor al cambio de nombre de Al-ladino, por el de Al-larido.

H.D.M.




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