viernes, 12 de diciembre de 2014

Teatreando

"Supersticiones en el teatro"

Si existe una profesión en donde se puede afirmar que la superstición casi se ha generalizado, es justamente en el teatro.  Un infinidad de actores, directores, autores, ayudantes, técnicos, etc., mantienen vigentes una gran cantidad de estos dichos, supersticiones y cábalas  tradicionales, aunque muchas veces no se tenga conocimiento de donde provienen o cuales fueron sus orígenes.
La prohibición de silbar dentro de una sala de teatro, para los integrantes de un elenco, es una de ellas, y quien lo haga, incluso inocentemente, recibirá ciertamente una reprimenda o al menos será mirado con malos ojos, aunque muchos desconozcan el porqué.
Ésta extraña superstición data de la época en que por falta de tecnología los artistas y encargados de los efectos especiales y la musicalización no tenían otra forma de comunicarse más que mediante silbidos codificados, los que llegaban a formar un verdadero lenguaje propio, por lo que si un integrante del elenco o una persona ajena al equipo ya sea con buena o mala intención silbaba, podía ocasionar confusiones y fracasos en la obra.
Otra de las viejas supersticiones, tiene que ver con los encargados de limpieza que no deben dejar escobas sobre el escenario, porque ello "barrería" con el público y no irían a ver la obra. "Mi mujer es el plomero" es un claro ejemplo que no son más que supersticiones, ya que a pesar de haber siempre una escoba en el escenario, el éxito en todos los lugares de habla hispana donde se representó, demuestra todo lo contrario.

Reflexión


Videos de "Mi mujer es el plomero"

Videos de algunos de los cientos de grupos que llevaron a escena "MI MUJER ES EL PLOMERO"

Hocus Pocus Teatre, Barcelona, España 

Centro Dramático de Ceuta, España 

Teatro Las 4 Esquinas, Albacete, España 

Grupo Maqueda, Aspe, España

Teatro, España

La vieja Escuela, España

Teatro, Las Tablas, Nueva York, Estados Unidos

Buen Arte, Miami, Estados Unidos

Teatro 8, Miami, Estados Unidos

Grupo Los Latinos, Beer Sheva, Israel 

Teatro UPR San Juan, Puerto Rico

Teatro Urbano, San José, Costa Rica 

Ciclo Demostenes, Lima, Perú

Miraflores, Lima, Perú

ARCAM, Lima, Perú

Teatro Nadal, Lima, Perú 

Grupo Santimbanqui, Mexico 

Grupo Ixehuayotl  Guadalajara, México

Puerto Vallarta, México 

Teatro Local, Nico-Batlle, Uruguay 

Grupo TIA, Arteaga, Santa Fe, Argentina 

Espacio Colette, CABA, Argentina

Grupo Sintonías, Misiones, Argentina 

Grupo Hechiceros de la noche, La plata, Bs As, Argentina 

Es lo que Hay, San Lorenzo, santa Fe, Argentina

Grupo de Ingeniero White, Bs As, Argentina 

Grupo Amakaik, Comodoro Rivadavia, Bs As, Argentina

Teatro Vocacional Bragado, Bs As, Argentina

Grupo Te dije a las Ocho, Rosario, Argentina



jueves, 11 de diciembre de 2014

Cuento de humor "La mala suerte"

La mala suerte

I
Como casi la gran mayoría de los días de mi poca fortuna, se podría decir que todo empezó por la mañana muy temprano.
Sin embargo y haciendo honor a la verdad, habría que mencionar -algo sobre lo que estoy firmemente convencido- que todo comenzó el día de mi nacimiento o tal vez sería más acertado indicar el mismo momento de mi concepción (o la noche, para ser más precisos). 
Quizás sería aún más apropiado y certero, comenzar echándoles la culpa a mis progenitores, antepasados o a sus ancestros, que desde un tiempo inmemorial estuvieron signados por la mala fortuna y cuya consecuencia hereditaria a través de los años, se ha volcado íntegra e inexorablemente en mi persona.
He escuchado infinidad de veces que la mala suerte no existe. Que no es más que un fútil intento de justificar nuestros errores o la propia incapacidad que poseemos para llevar algo a buen término.
Muchos aseguran que existen dos clases de personas (Teoría que no comparto, ya que conocí a muchas de las más distintas clases y raleas): Los que creen que para todo hay una explicación científica y en consecuencia una respuesta lógica y coherente, y los otros que cuando se topan con algo que no ha sido explicado por la ciencia, lo endilgan a la suerte (Tanto buena como mala), penetrando en el mundo de la superstición y las cábalas, y culpando a la mala suerte si algo no ha salido bien.
Es así que desde las épocas más remotas, hubo gente que se aprovechó de los ingenuos y desprevenidos, y comenzó a comercializar todo tipo de talismanes y amuletos que supuestamente ayudan a la buena suerte. Circunstancia esta que se debe generalmente, más a un hecho fortuito y luego comercializable, que a la verdadera cualidad mágica que en apariencia posee para provocar buena fortuna.
Basta con que alguien recoja del suelo, en medio del bosque, una piedra con forma romboidal y a los pocos minutos, esa misma piedra le baste para ahuyentar a un lobo hambriento (Pegándole previamente en un ojo), para que luego se le atribuyan poderes sobrenaturales a todas las piedras que contengan esa forma.
En todo caso, el fortuito hallazgo de aquella piedra fue la que lo salvó de ser atacado por el lobo hambriento y no la piedra en sí, y de todas formas, si hubiese sido la piedra, sería solo esa piedra específica y no todas las que tengan aquel formato, la que le sirvió para salvarlo del lobo, y en la última de las hipótesis, si no hubiese encontrado esa piedra, el hombre se hubiese defendido hasta con el cinturón que le sujetaba los pantalones, por lo que luego comenzarían a venderse los cinturones de la suerte contra los lobos hambrientos.
En definitiva se concluye que los amuletos, talismanes o como quieran denominarse, no son más que la proyección de la propia fe, depositada en un objeto que a su vez nos la devolverá en el momento que la invoquemos. Pero los objetos en sí, por sí solos, no dan suerte, no poseen ninguna mágica característica que nos pueda ayudar, ni mucho menos.
El punto ha quedado demostrado y se decanta irrebatible. Y aquí me asalta la pregunta: ¿Qué cuernos hago yo con esa sarta de estupideces de la suerte, de todo tipo y tamaño que decoran mis repisas y muebles? Allí están, adormecidas en el letargo de su propia incapacidad, el escarabajo egipcio, el dado de la suerte, una planta de laurel, la moneda de la fortuna, el elefantito (Al que hay que colocarle obligadamente un billete enrollado en la trompa, porque si no, minga de dinero), la ruda macho, el Buda meditando o sonriente, que se puede adquirir como colgante o para repisas y al que obligadamente, hay que acariciarle su prominente abdomen para que la buena fortuna se acerque a nosotros, las piedras marinas, la manito israelí, los enormes caracoles comprados en la playa, el delfín de cristal, las plantas Bonsái, un trébol de cuatro hojas, la herradura de caballo colgada encima de la puerta de calle para que neutralice la energía negativa, la ranita, la lechuza, el anillo, la cadenita, el collar, y hasta el calcetín con el que ganamos aquella final de campeonato… en fin, me falta colgar sólo el cinturón contra el lobo hambriento.
Una a una las voy mirando e intentando recordar de qué se tratan, de dónde provienen y para qué tipo de suerte se las utiliza. Porque hay algunas que son específicas. No se puede usar una que supuestamente da suerte con el amor, para curarse una diarrea. Y mucho menos mezclarlas. Porque lo único que lograríamos sería un amor que apesta o estar enamorado, pero solo si los encuentros se producen adentro del baño.
Vuelvo a mirar detenidamente a todos y cada uno de aquellos talismanes y se podría decir que hasta casi los increpo con la mirada. Ellos parecen advertir la inquisición en mis ojos: -¿Y? ¿Cuándo se van a dignar a empezar a trabajar?- No solo no se inmutan, sino que se mantienen impertérritos en su posición, observándome casi con burlona ironía.
Pero no me preocupa. Nunca creí demasiado en ellos. De ser cierto todo lo que dicen sobre sus poderes, no tendría la mala suerte que me persigue impasible.
Tan sólo mi mujer los colecciona y hasta me animaría a decir que los adora un poco. Siente una extraña y mítica devoción hacia ellos, que se hace más evidente cuando toca limpiar las repisas. Cada vez que tiene que levantarlos para pasar un trapo y sacarles el polvo que los fue recubriendo, nunca deja de mirarlos con esperanza, como tampoco se pierde la oportunidad de acariciarle la panza al Buda o acomodar el billete del elefantito mientras murmura casi como para sí algún íntimo deseo, por lo general de índole económico. Los restantes ni me los comenta.
Si bien yo no creo en todos esos fetichismos, me resulta mucho más económico en disgustos no inmiscuirme en sus creencias, puesto que algunas acaloradas discusiones al respecto, así me lo han demostrado. Si ella pedía por más dinero, era porque yo resultaba un inútil en todos mis aspectos para acrecentar la fortuna familiar. O sea, la culpa era mía. Por eso estaban allí esos amuletos. Pura y exclusivamente por mi culpa.
En infinidad de veces, traté de demostrarle que no sólo en éste país, sino en cualquier lugar del mundo ocurre lo mismo: el que trabaja denodadamente casi sin descanso, el que lucha día a día hasta largas horas de la noche en su trabajo, no dispone de más tiempo como para dedicarse a hacer plata.
Porque queda claro que los que han hecho mucho dinero, evidentemente no lo han hecho trabajando. No caben dudas que esos adinerados, recibieron una herencia o tuvieron una idea brillante que solo a ellos se les ocurrió o ganaron la lotería. Tres situaciones que para el caso son lo mismo, porque pertenecen a las excepciones de la regla. Y declaro solemnemente que sobre eso, nadie me va a convencer. No existe quien se haga millonario trabajando. Si se encuentra por casualidad con uno de esos señores muy adinerados, pregúntele si ha ganado la lotería, si ha inventado algo revolucionario o si ha recibido una herencia. Si la respuesta es negativa, pues está usted frente a un gánster, un político corrupto o un empresario sin escrúpulos, que otra vez, para el caso, son lo mismo.
Sin embargo sobre ese tema y después de tantos años de casados, ya he dejado de discutir con mi mujer, porque conozco el resultado desde el comienzo de la misma: Yo soy el culpable. ¿Por qué no me dediqué a la política o a ser jugador de fútbol que eso sí deja mucho dinero, en lugar de haber elegido ser un simple oficinista? Lo peor de este asunto es que mi mujer me lo pregunta como si yo hubiese elegido ser oficinista. Como si de chico me hubiesen preguntado ¿Qué querés ser cuando seas grande? Y yo hubiese contestado con una amplia sonrisa de entusiasmo y levantando los brazos como festejando una victoria: ¡Oficinista!
Aunque en realidad no es solo respecto de ese tema que dejé de discutir con mi mujer, porque no importa en qué discusión nos encontremos, yo siempre soy el culpable. Si el dinero no alcanza, la culpa es mía. Si alguno de los chicos no quiso ir al colegio, fue por mi mal ejemplo. Si la leche se derramó en la heladera, fue porque no la acomodé bien. Si no fui yo el último que la puso allí, no tuve al menos la prevención de revisarla. Si el lavarropas se descompuso, seguramente fue porque algo habré hecho. Si el gobierno no funciona, es porque yo lo voté y si la gata quedó preñada, seguramente ha de ser porque no me cuidé.
Sin embargo, sería injusto culparla por dichos razonamientos. No hay que olvidar que todo tiene su origen en algún lado y estas conclusiones a las que ella suele llegar, provienen sin lugar a dudas de su madre. Mi querida y nunca bien considerada suegra, ha sabido e intentado por todos los medios a su alcance, a lo largo de todos estos años desde que la conocí, a socavar de forma perseverante y consecuente nuestra relación.
Si bien es cierto que en un principio, la que entonces era mi novia, estaba muy enamorada de mí y no prestaba ninguna atención a los reclamos y advertencias de su progenitora, de un tiempo a esta parte, cuando el pasional amor de la juventud se fue transformando paulatinamente en una tediosa y a duras penas soportable convivencia, mi mujer había comenzado no solo a considerar aquellos reclamos, sino también a hacerlos suyos.
Cuando estaban juntas y me recriminaban por algo, que a su entender no estaba total y absolutamente hecho como a ellas les gustaba o parecía, me daba la vaga sensación de estar casado con ambas al mismo tiempo y no podía evitar que se me pasase por la mente, el deseo de contarles lo de la oferta.
La ecuación era muy sencilla: si por un asesinato, la pena que le cabe al culpable es de veinticinco años de cárcel, tal vez si cometía dos, me podían hacer un descuento especial por ser considerado cliente. Pero finalmente la humorada quedaba retumbando en el cerebro y con la mejor de mis estúpidas sonrisas, les daba la razón y lo volvía a hacer como a ellas les parecía, a la espera que algún día apareciese en la puerta del juzgado un cartelito que rezase “Oferta del día”.


II

No recuerdo con exactitud como ocurrió, porque muchas veces nos envuelve una densa nebulosa, cuando nos despertamos sobresaltados en medio de uno de los últimos y más profundos sueños del amanecer.
Lo concreto fue que no escuché el timbre del reloj despertador. Generalmente, cuando suena tan temprano, nunca sé si para acallarlo, hay que correr la perilla de su dorsal hacia la derecha o hacia la izquierda. Simplemente la muevo y se calla. Por la noche, cuando me dispongo a dormir, me ocurre otra vez lo mismo. La vuelvo a mover y mágicamente al otro día vuelve a sonar. Sería perfectamente estable e inmodificable si nadie lo tocase. Y no habría que preocuparse en absoluto, ni importaría saber si moviendo la perilla a la izquierda se acalla o suena, porque no habría necesidad. Todo estaría perfectamente sincronizado. Pero en mi casa hay cuatro chicos.
Sí. Tengo cuatro hijos. El primero, como para toda pareja que al año y medio de casados, aún están sumergidos en el amor recíproco, no fue más que el fruto de ese mismo sentimiento. El segundo se debió más a la usual búsqueda consensuada de intentar lograr la parejita y el tercero llegó de forma inesperada, concebido casi con seguridad, más por una extensa y alcoholizada pequeña celebración, que por decisión paterna, pero igualmente bienvenido.
Con el cuarto la historia ya cambió por completo, porque a partir de aquel preciso momento, empecé a tener la culpa de todo. Lo cierto es que cada compra en el supermercado, ocupaban más espacio en los carritos los pañales, el aceitito, el talquito, el perfumito, las toallitas húmedas, chupetes, biberones y todo cuanto relucía un poco en las estanterías de productos para bebés, que los comestibles, cuya prioridad hasta no hace mucho había pasado ahora al decimoquinto o decimosexto lugar. Ya ni me acuerdo la última vez que compré algo que me gustaba comer. Tampoco importa mucho, porque ya ni me acuerdo qué me gustaba. Ni con los tres chicos anteriores recuerdo haber comprado tantos productos (Absolutamente necesarios e imprescindibles, según el criterio de mi mujer y estupideces según el mío).
Con la llegada del primer hijo, generalmente las prioridades se inclinan hacia el vestuario. Si los escarpines tienen que ser tejidos o los primeros zapatitos de cuerina, si las batitas a utilizar deben estar estampadas con la infinidad de dibujos de moda que existen, cosa que en realidad al bebé no le interesa en lo más mínimo, puesto que no los conoce ni lo hará por un tiempo prudencial, pero para las madres y sobre todo para las tías y abuelas, revisten una importancia extrema, y que sumado a todos los regalos que amigas y conocidas de la madre le envían, el bebé llega a poseer tal enorme cantidad de batitas y remeras que no logrará nunca usarlas, porque además su cuerpecito irá creciendo y ya habrá que comprarle talles más grandes.
Con el segundo la historia cambia radicalmente. –Que vaya usando lo que dejó el más grande- empiezan a dictaminar la economía familiar por un lado y mi suegra por el otro lado, pero del teléfono, habida cuenta de tanta ropa sin uso, que quedó arrumbada de recuerdo en alguna caja de cartón y que comienza a ser desempolvada. Ahora se va poniendo mayor énfasis en los juguetes y entretenimientos, tanto del mayor como de éste y el presupuesto debe agigantarse ya que los pañales, talquito, perfumito y tantos etcéteras, siguen plenamente vigentes en la lista de compras, pero ahora sumando también los juguetes.
Cuando llegó el tercero, si bien no fue producto de un plan familiar, tampoco nos desconcertó, porque a decir verdad, tuvimos ocho meses para adaptarnos a la idea, y al no ser demasiada la diferencia de edad con los restantes, las prendas de vestir que no habían sido arruinadas, seguían pasando de uno a otro, al igual que los juguetes. Lo que no variaba era la compra de pañales, talquito, perfumito y millones de nuevos etcéteras más, que día a día aparecían promocionados por televisión.
Hasta que de improviso y cuando parecía que la vida familiar se había encaminado en su cauce. Llegó el cuarto.
Recuerdo esa tarde como si fuese hoy, cuando volví de trabajar. Mis dos hijos más pequeños jugando en medio del living con siete y u ocho juegos distintos esparcidos por el piso. Allí estaban casi tirados con displicencia, un rompecabezas, varios coches de distintos tamaños, un metegol de plástico, pelotas, un juego de bowling, y un maletín abierto con distintas herramientas y distintas piezas de vaya a saber qué juguete que fue literalmente destrozado. En el otro costado, junto al televisor, mi hijo mayor ensordeciendo a todos con la Play Station y mi mujer parada sobre el primer escalón que separaba el living de los dormitorios, con un papel en la mano y cara de muy pocos amigos.
A mi cotidiano y sonriente –hola- los chicos me contestaron con prontitud para poder seguir jugando en lo suyo, mientras que la respuesta de mi mujer fue un tanto más rotunda y directa: -¿Dónde los compraste?- me dijo mientras esgrimía un papel que agitaba en su mano.
Tenía apenas décimas de segundos para adivinar a qué se refería, si no quería que alguna bomba explotara sobre mi cabeza y mi cerebro pase a formar parte de la decoración de las paredes. Llegaba extenuado después de diez inacabables horas de arduo trabajo en la oficina, aguantando la pesadez del jefe y las estupideces de los compañeros, y si agregamos a eso una pequeña cuota de idiotez que uno siempre tiene, el esfuerzo por averiguar a qué se refería, fue extenuante. Mi mente comenzó a repasar con una velocidad extrema, las fechas de vencimiento de la leche comprada ayer, si había probado con certeza el último biberón o si la tapa del inodoro recién cambiada estuvo bien colocada. Lo cierto es que no supe qué contestarle.
Recién cuando vi el papel, que ella con gran sutileza me incrustó de pleno en la cara, supe de qué hablaba. Se refería a los condones y el papel era un certificado médico de un nuevo embarazo.
Todo era un volver a empezar. Ya casi me había olvidado a recibir ese tan romántico codazo en los riñones a las tres de la mañana, cuando uno está absolutamente entregado al sueño, como sutil solicitud para ir a atender al bebé que está llorando. Pero no podía decir nada, porque como siempre, el culpable era yo.
¿Quién dijo que a las mujeres les gusta el dinero? Es absolutamente falso. No existe otro ser sobre esta tierra, que logre desprenderse de ese vil metal con tanta rapidez.
Había días en los que entraba en un profundo pánico cuando mi mujer encendía el televisor. Por todos los medios intentaba distraerla cuando llegaban las pausas publicitarias, sobre todo si tenían que ver con bebés. Un frío temblor me recorría cada una de las vértebras, mientras veía sumido en el terror, como pasaban uno a uno los comerciales y mi mujer anotaba silenciosamente en su libretita. Confieso que más de una vez he tenido ganas de llorar.



III

Yo estaba casi seguro que la noche anterior había corrido la pequeña perilla hacia un costado, pero como de costumbre, tanta información almacenada en la memoria, no me permitía retener con exactitud si era hacia la izquierda o hacia la derecha que debía hacerse.
Lo único cierto es que el despertador no sonó y que la desesperación que me invadió al ver la luz solar reflejada a través de la ventana, fue tal que saltar de la cama y entrar al baño lo hice en dos décimas de segundo. Al abrir los grifos de la ducha, noté que tardaba mucho en salir el agua, así que apenas me mojé un poco y tomando mi traje, el portafolios y mis zapatos en la mano, me fui vistiendo por el pasillo y adentro del ascensor para no perder tiempo y rezando que la hermosa rubia del octavo, no saque justo en ese momento a pasear a su caniche, para que no me vea en tal calamitoso estado.
Recién en el transporte, a mitad de camino y observando el poco tránsito tan inusual en la calle, tomé conciencia que era domingo. Me invadió una tremenda sensación de compasión por mí mismo y me dije casi como dándome una orden: -¡Se acabó. Basta de tanta presión. A partir de ahora soy yo el que lleva los pantalones!- Me pareció raro que los pocos pasajeros que se hallaban junto a mí en el transporte, esbozaran sendas sonrisas, y pensé que quizás lo había pensado muy fuerte y lograron escucharme por telepatía, pero no. Cuando bajé para regresar, me di cuenta que por el apuro, no había cerrado bien mi cremallera y que una punta de mi camisa blanca se asomaba eréctil por ella.
Esperé un largo rato algún transporte que me lleve de vuelta a mi casa, pero en domingo los servicios suelen estar un tanto restringidos, así que para no perder demasiado tiempo comencé a caminar hacia allí ya que no estaba demasiado lejos.
Al cabo de unas cuantas cuadras, en las que para cortar camino, salí del recorrido habitual de los transportes, pensando que incluso un poco de ejercicio me sentaría bien, noté que lo único que no pude prever, fue la presencia de una amenazadora nube que se cernía sobre mí tenebrosa y dispuesta a descargar todo su cúmulo de agua almacenada. Y por supuesto así lo hizo. Intenté guarecerme cuanto pude, pero un fuerte viento comenzó a soplar en todas direcciones.
Mi amigo Pablo, siempre me dice que hay que mirar el lado positivo de las cosas. Cierta vez me mostró un vaso cargado con agua por la mitad y me preguntó: -¿Cómo ves el vaso? ¿Medio vacío o medio lleno?- Y yo le contesté -Por la mitad-. Con gran disgusto me ordenó que me vaya a lavar, no recuerdo qué parte del cuerpo y se fue. Claro que para él resulta todo más fácil porque no tiene mi mala suerte, pero en esa mañana de inclemencia en particular, buscando y buscando, finalmente encontré el lado positivo: Con este viento, si hubiese traído mi paraguas, se hubiese destrozado.
Como la lluvia por lo visto no tenía intenciones de detener su caída, comencé a correr, intentando pasar por debajo de los balcones de los edificios que me servirían de resguardo, lo que iba llevando de maravillas. Apenas si tenía mojadas las botamangas del pantalón, un poco la espalda del saco y con el maletín me cubría la cabeza.
Hubo un balcón en particular que, aparentemente debido al mal estado y taponamiento de sus cañerías de desagüe, se estaba inundando. Por supuesto que en plena tormenta, la dueña de casa no tuvo más remedio que intentar quitar el agua recogiéndola dentro de un balde y luego una vez lleno, arrojarlo hacia la calle. ¿A que no se imaginan quién pasó por debajo en ese momento? El poco orgullo que sentía por no haberme casi mojado con semejante diluvio, se esfumó de repente. Así que a partir de allí ya no me preocupé demasiado en correr. Sin embargo y aunque resulte casi obvio decirlo, vale la pena aclarar que a los pocos metros la lluvia se detuvo por completo y un radiante sol cubrió de luz la mañana.
Durante el trayecto que me quedaba hasta llegar a casa, que no era mucho, comencé a pensar cuál sería la mejor excusa para las inexorables y consabidas preguntas que mi mujer me haría apenas me viese, en todas sus formas interrogativas: ¿Cómo, cuándo, con quién, dónde y por qué? Y tratando por todos los medios de no dejar en evidencia mi absoluta idiotez por haber olvidado que era domingo, comencé a pergeñar las respuestas.
Pero toda esa tribulación en mis pensamientos, se desvaneció repentinamente cuando apareció en la puerta del edificio la rubia del octavo piso. Tan tensamente abocado estaba, en arreglar cuanto pudiese lo más rápido posible mi deplorable estado, que no advertí que ella venía sumamente alterada.
Apenas me vio, se acercó casi corriendo hacia mí y me contó con angustiosa voz, que mientras intentaba salir a pasear llevando con la correa a su perrita, el tormentoso viento que sopló repentinamente, había cerrado de golpe la puerta de su departamento y la correa que sujetaba a su pequeña perrita, había quedado atrapada en la puerta sujetando aún al animalito y con las llaves puestas, ambas del lado de adentro. No se trataba de un caso extremo, porque la perrita no se estaba ahorcando ni mucho menos, simplemente había quedado su correa sujetada por la puerta y de allí no podía moverse, pero yo tampoco podía dejarla gimiendo de esa manera. A la rubia me refiero.
Así que gentilmente, como era mi costumbre con ella, me ofrecí a ayudarla en el rescate. Subimos hasta su departamento e intentamos por todos los medios, incluyendo hebillas para el pelo mediante, abrir la puerta. La sujeté con fuerza (a la puerta) y la corrí a un costado (a la rubia). La penetré (a la cerradura, por supuesto) con la pequeña hebilla, y agarrándolo fuertemente empecé a sacudirlo (al picaporte) pero no hubo caso. Nunca entendí cómo hacen en las películas para abrir tan rápido una cerradura con una simple hebillita.
Así que renuncié en mi intento y me di por vencido, sabiendo que nunca tendría éxito (con la puerta, la cerradura, la hebilla y la rubia inclusive).
Me ofrecí a romper la puerta con algún martillo, pero advertí en su mirada un claro interrogante sobre mi salud mental, por lo que me vi obligado a esbozar una falsa sonrisa, para que piense que se trató de una simple broma para aflojar la tensión.
Ante la imposibilidad de abrir la puerta, comenzamos a sopesar otras alternativas. En realidad lo hizo ella, porque yo a lo único que atiné fue a dejarme llevar por el encanto de su boca y de aquellos carnosos labios, enmarcados por un sedoso cabello que le llovía grácil y perfumado, y que parecían querer dinamitarme el cerebro con cada movimiento.
Se quedó callada durante unos segundos y mirándome como esperando una respuesta, pero a decir verdad, no escuché una palabra de todo cuanto había dicho. Tan abstraído estaba observándola que sólo atiné a darle la razón y me encomendé a todos los santos, porque no tenía la menor idea a lo que accedí. Me llevó por el pasillo de los departamentos hasta la ventana que se encontraba al final del mismo. Y ahí comprendí todo. Ella pretendía que yo saliese por esa ventana, caminase por la cornisa del octavo piso, entrase a la casa por su ventana y liberase a su perrita. Es decir, estaba en pedose.
Pero como bien dijo Julio César: ”Alea jacta est” (La suerte está echada). Sencillamente no podía negarme, porque no hacía más de un minuto acababa de darle mi consentimiento. ¿Qué iba a pensar de mí? ¿Qué era un pusilánime sin palabra? ¿Qué me iba a amedrentar por semejante pavada? Pues sí. Soy un pusilánime sin palabra y estaba absolutamente amedrentado. Pero no hubo forma de echarme atrás. Ella ya la había abierto completamente y se disponía a ayudarme para que me suba encima (A la ventana, me refiero).
Se me cruzó por la mente, repentinamente preguntarle por qué no hacía ella todo eso ya que se trataba de “su” departamento, de “su” puerta y “su” perrita. Pero la vaga idea de que a partir de ese momento yo podía pasar a ser “su” héroe, no solo me subyugó por completo, sino que estaba dispuesto a enfrentarme también al Pingüino y al Guasón.
Me encomendé nuevamente a todos los santos, esperando que en lugar de venir marchando, por lo acuciante de la situación, esta vez se tomen un taxi y vengan más rápido a ayudarme.
Recordé de pronto a todos y cada uno de los amuletos que mi mujer tiene sobre aquellas repisas y por primera vez en mi vida les imploré a todos por su amparo, socorro y protección, aún a riesgo de combinar sus mágicas cualidades y terminar en un baño con la rubia y con una incontenible diarrea.
Cuando salí y me paré en la cornisa, comencé a tener una visión mucho más clara y concisa de la ciudad que se encontraba debajo de mí, y de la estupidez que estaba haciendo. Si bien dicha cornisa tenía un buen espesor, igualmente imponía mucho respeto la considerable altura en la que me encontraba. Pero ese intrínseco, característico y tan peculiar orgullo de macho, no me permitían dar marcha atrás. De esa historia, o salía victorioso o no salía.
Comencé a recorrer cada centímetro de la cornisa tratando de no mirar, no solo hacia abajo, sino tampoco para ningún lado más que hacia la pared, la cual debía permanecer totalmente pegada a mi espalda. Cada vez que me separaba apenas un centímetro de la misma, un espasmódico sudor frío me surcaba la espalda y una repentina paralización se adueñaba de mí.
A mitad de camino entre la ventana por la que salí hasta la del departamento de la rubia, decidí tomarme un pequeño descanso para respirar profundamente y de pronto me invadió un mareo. Toda la ciudad giraba en torno de mí. Fue una de las tantas veces que ese día me pregunté, cómo había llegado hasta allí. Me sostuve pegándome contra la pared, con los brazos abiertos y mientras el viento me golpeaba en la cara, comencé a tararear la música de “Titanic”, con la sutil diferencia que delante no tenía ninguna baranda de contención ni nadie me sostenía por detrás.
De pronto me pareció ver la salvación. A pocos metros de allí se encontraba otra ventana semiabierta, lista a prestarme sus servicios. Pero como siempre suele pasarme en la vida, cuando aparece algo que parece facilitarme llegar al trono de la felicidad, enseguida la mala suerte se encarga de enviar otro elemento para destronarlo. En este caso fueron unas cuantas palomas. No sé de dónde salieron ni porqué tuvieron que venir justo en ese momento. Pero allí estaban aleteando alrededor de mi cabeza y con sus picos y patas amenazantes, bailoteándome por encima en clara y contundente declaración de guerra.
Enseguida entendí el porqué de aquella agresiva actitud: en la ventana a la cual me aproximaba, había un nido con varios pichones hambrientos. Traté de explicarles por todos los medios, que yo no tenía ninguna mala intención, y tan solo quería mantenerme con vida, pero no hay dudas que las palomas son extremadamente estúpidas y no entienden razones. 
 Me quité la fina corbata de seda y la enarbolé como para intentar espantarlas, pero era tan fina y de una seda tan frágil, que en realidad no servía ni para decir adiós. Así que tuve que recurrir al último recurso: mi cinturón. Me lo saqué casi de un tirón y como si fuera un látigo lo sacudí varias veces en el aire, hasta que logré espantarlas un poco. Las únicas dos cosas que no pude prever ante la urgencia de la contienda, fue que el revoleo del cinturón fue hecho con tanta vehemencia que finalmente voló por el aire, mientras la segunda se trató sobre el pantalón, que todavía mojado por el baldazo de agua recibido, cayera pesadamente sobre mis pies, sin la menor posibilidad de levantarlos en tan incómoda posición.
Por lo general, cuando alguno de nosotros va caminando por la calle, difícilmente se le ocurra mirar para arriba. Lo hace hacia el frente, los costados o casi siempre hacia el piso. Con mi mala suerte era lógico de suponer que iba a haber alguien que mirase para arriba y me viera. Y cuando alguien que camina por la calle, ve a otro que mira hacia arriba, casi como un acto reflejo también comienza a mirar en la misma dirección producto de la curiosidad. Y si luego son dos, esto se multiplicará por cuanto transeúnte pase por allí, lo que significa por carácter transitivo, que al cabo de unos minutos todo el mundo estará mirando hacia arriba en una misma dirección. Y allí me encontraba yo.
Nunca imaginé que desde semejante altura, se pudiesen escuchar tan nítidamente las estupideces que dice la gente. Comenzaron a barajar hipótesis de las más disparatadas. Desde que yo era un amante furtivo a punto de ser descubierto, cosa previsible de deducir si tomamos en cuenta la ubicación de mis pantalones, hasta un suicida en potencia a punto de saltar al vacío por causa de una infidelidad, también por la misma razón de vestuario. Y otra vez me volví a preguntar cómo llegué a aquella situación.
Intenté muy lentamente agacharme, de forma lo más erguida posible para no perder el equilibrio y asir los pantalones para levantarlos. Fue una tarea ardua y penosa, sobre todo si tomamos en cuenta los gritos -algunos burlones pero con mucho ingenio-, que originaban comentarios y risas entre los espectadores. El público seguía reuniéndose a montones y no faltó algún desprevenido que creyó que se trataba de una manifestación popular, por lo que empezó a entonar cánticos contra el gobierno.
Volví a querer retomar mi sendero cuando me pareció escuchar la voz de mi mujer que angustiada, casi gritaba llorando. El rumor que se había generalizado a esas alturas, era que se trataba de un intento de suicidio. No faltaban los que, como buenos samaritanos intentaban convencerme de lo bello que es la vida, sino que estaban también los que sedientos de sangre, pedían a gritos que me arroje de una vez, porque tenían que seguir con su vida y no querían perder más tiempo.
Mi mujer, abrazada por mis hijos me pedía casi en un ruego que abandone esa estúpida idea (nunca me quedó muy en claro si se refería al suicidio o a la rubia) y por supuesto no faltó la chillona, aguda e insoportable voz de mi suegra que como hacía todos los domingos, había venido de visita muy temprano por la mañana, para quedarse hasta exterminar mi paciencia. Desde lo alto, aún sin verla supe que era ella, cuando dulcemente se refirió a mí diciendo: ¿Qué hace el idiota ese, allá arriba?
Ya no sabía qué hacer. La rubia había desaparecido porque según se comentaba, no le interesaba en absoluto la publicidad, ya que era frecuentada muy seguido por altos funcionarios públicos que exigían la mayor de las reservas. Y así estaba yo preguntándome por enésima vez, cómo había llegado hasta allí.
La multitud intentaba vanamente ser dispersada por algunos policías que se habían apersonado al lugar.
El griterío de la gente fue aumentando y las hipótesis sobre un intento de suicidio por causa de una infidelidad, se había transformado en vox pópuli, cuando la claridad de la voz de mi mujer llegó nítida hasta mí, en el momento que gritó casi en un último intento desesperado por convencerme de no arrojarme al vacío: ¡No le creas a Pablo! ¡Es mentira lo que te dijo que tus hijos no son tuyos! ¡Los tres primeros, sí lo son!
Lo único que recuerdo durante la caída, fue que ya no escuchaba ninguna voz, ni grito, ni sonido alguno. Tan solo el resoplar del viento en mis oídos mientras las ventanas del edificio pasaban veloces ante mis ojos.
Algunos aseguraban que fue producto de la buena suerte, mientras que otros lo asignaban que se debió a la mala fortuna, ya que, por cuanto había tenido que pasar, lo mejor era morir. Lo cierto es que un enorme y frondoso árbol de tiernas y tupidas hojas, amortiguó mi caída hasta depositarme casi lentamente sobre el toldo de lona de una panadería. Tan solo algunos huesos y costillas rotas, infinidad de contusiones y la pérdida de un par de dientes fue el saldo final.
Pero mi mala suerte nunca me abandona. En el hospital donde supuestamente atienden y cuidan de mis lesiones, la jefa de las enfermeras es mi suegra.

H.D.M.

Etimología de frases muy nuestras

¿Porqué decimos “salud” al estornudar?

Tenemos la costumbre de decir "Salud" cuando vemos a alguien estornudar. Esta costumbre adquirida desde pequeños se remonta a tiempos inmemoriales, incluso antes del nacimiento del propio Jesucristo.
El estornudo y la divinidad han estado siempre ligados. Los griegos, por ejemplo, decían "Vivid" a aquel que estornudaba, mientras que los romanos siempre que oían estornudar decían "Salve" al afectado.
La leyenda cuenta que durante una epidemia de peste en Roma en el año 591, los afectados moríann estornudando. Aquellos que se topaban con esta escena decían en alto "Dios te bendiga". Se pretendía con ello que Dios les alejase del peligro. Después el término se simplificó en "Jesús" o "salud", aunque en los países de habla inglesa se mantuvo como "God bless you" (Dios te bendiga).
Lo que está claro es la relación existente entre lo que se dice tras el estornudo y la invocación a la divinidad.

Carteles graciosos


Teatreando

El teatro en el imperio romano

El Imperio Romano comenzó con la muerte de Julio César y el final de la República Romana en el año 44 A. C. y llegó a su fin en 1410. Durante los cerca de 1.500 años de existencia, el Imperio Romano fue conocido por su poder y riqueza. Sus ciudadanos tenían diversas formas de entretenimiento, que iban desde obras de teatro inocuas hasta los sangrientos juegos de gladiadores.
Los escritores creaban obras de teatro y los actores las presentaban en pequeños locales, sobre escenarios de grandes teatros al aire libre o en anfiteatros. Los habitantes del imperio disfrutaban más de la comedia que de las obras dramáticas.
Hubo también un tipo de obra realizada por gladiadores. En el periodo imperial se pusieron de moda los espectáculos coreográficos acuáticos, denominados "tetimimos" por un estudioso moderno (Traversari) haciendo referencia al nombre de Tetis, diosa del mar. El foso de la orquesta de los teatros, se transformaba en un embalse cerrado alimentado por conducciones de agua. Allí se representaban espectáculos de mimo con licenciosas exhibiciones de desnudos femeninos
En la época del imperio romano, los cómicos eran muy mal tratados por los emperadores. Augusto mandó azotar a varios actores, Claudio dio la orden de decapitar a seis mimos, mientras que Calígula y Nerón desterraron a varias compañías de actores.
Los espectadores de aquel entonces (que no difieren mucho de los actuales, en el cine al menos) pedían que las obras de teatro tuvieran escenas de sexo. Los actores no pusieron ninguna objeción y representaron algunos hechos mitológicos, como las violaciones de Júpiter.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Dos puntos: a saber... (El saber solo molesta a quien se beneficia con la ignorancia)

DOS PUNTOS: A SABER...

1) Los leones comen cada 5 días mas o menos. Su periodo de gestación es de 100 a 119 días, a veces llegan a consumir pasto para purgar su intestino.
Hace 10 mil años, el león era el mamífero terrestre más extendido en toda la faz de la tierra después de los seres humanos.
Su melena, es algo único entre sus parientes felinos, sólo visto entre los leones masculinos. La melena ayuda a que un macho sea más intimidante, ya que lo hace parecer más grande de lo que es. Sirve principalmente en las contiendas con otros machos, o con su mortal enemigo y competidor en África, la hiena. La melena tiene su ciencia, ya que su color y tamaño está asociado con la madurez sexual, con la producción de testosterona, incluso con el clima y una predisposición genética. Se cree que a más oscura y densa la melena, más saludable está el león. Y esto es, justamente, lo que buscan las hembras cuando elijen un macho con el cual aparearse.Otro dato interesante sobre los leones es que pueden pasarse varios extenuantes días copulando entre 20 y 40 veces al día.  Después de eso, es cuando las leonas les dicen a modo de reproche:  -¿Cómo, ya te vas??-


2) Los camellos cuentan con tres párpados, de los cuales dos cuentan con pestañas largas y el tercer párpado es traslúcido que le sirve de protección en tormentas de arena.
Existen dos especies principales de camellos: los bactrianos que poseen dos jorobas y el dromedario que tiene tan solo una joroba
Al contrario de la creencia popular que dice que los camellos utilizan su joroba para almacenar agua, la realidad marca que el camello almacena grasa en la joroba, la cual suele caer hacia un costado al encontrarse sin reservas.

Link para descargar el texto de "Extraños hábitos"





Reflexión


martes, 9 de diciembre de 2014

Cuando la risa es salud, lo mejor es ver comedias.

La risa es salud!

Estrenos: "Lotería" en Jeppener, Bs As, Argentina

"LOTERIA"

Teatreando

El espacio teatral:

Las ruinas de los teatros griegos que se conservan hasta hoy, nos dan testimonio de su magnífica construcción.
Realizados aprovechando las pendientes naturales de las colinas cercanas a las ciudades, eran capaces de albergar miles de personas (diecisiete mil el teatro de Atenas o cuarenta mil el de Megalópolis (Su nombre quiere decir «la gran ciudad» como la denominó Pausanias el Periegeta) y poseían una acústica inmejorable . En un gran teatro como el de Epidauro, (foto) en Grecia, edificado en el siglo IV (A.C.) el tintineo de una moneda en la escena es perfectamente escuchado desde cualquiera de sus catorce mil localidades.

Estrenos: "Lotería" en Montevideo, Uruguay

"LOTERIA"

Estrenos: VODEVIL en Oruro, Bolivia

"VODEVIL" 

En Oruro, Bolivia


Dos puntos: a saber... (El saber solo molesta a quien se beneficia con la ignorancia)

DOS PUNTOS: A SABER...

1) El verbo "testificar" esta basado en las cortes de la antigua Roma, donde los hombres hacían juramentos tomándose los testículos sobre alguna declaración, comprometiendo tan sensible parte si mentían.
También, por el año 900 DC en  a raíz de lo ocurrido con la Papisa Juana, en cada cónclave, cuando ya se había elegido el cardenal que sería investido como Papa, antes de que éste fuese nombrado definitivamente, según la leyenda, obligó a la Iglesia a proceder a una verificación ritual de la virilidad de los papas electos. Un eclesiástico estaba encargado de examinar manualmente los atributos sexuales del nuevo pontífice a través de una silla perforada. Acabada la inspección, si todo era correcto, debía exclamar: Duos habet et bene pendentes (Tiene dos y cuelgan bien).


2) Esteban II fue el papa más efímero de la historia.  El 22 de marzo del año 752,  se escogió como nuevo pontífice a un sacerdote romano, que eligió el nombre de Esteban II.
El 15 de marzo de 752 falleció el papa San Zacarías. Una semana después, el 22 de marzo, finalmente se escogió como nuevo pontífice a un sacerdote romano, que eligió el nombre de Esteban II, pues ya había existido un papa llamado Esteban I entre los años 254 y 257.
Esteban II no gozaba de muy buena salud y tres días después de haber sido elegido por los cardenales falleció repentinamente a causa de un ataque de apoplejía, a raíz de lo cual se lo conoció en la historia como el "Papa efímero".

domingo, 7 de diciembre de 2014

Etimología de frases muy nuestras

“Tener monos en la cara”

Al contrario de lo que muchas personas creen, los monos al que hace referencia la expresión nada tienen que ver con los primates, debido a que en su origen el término utilizado en la frase era "Momos" (tener momos en la cara) y cuyo significado es tener y/o poner gesto, figura o mofa que se ejecuta regularmente para divertir en juegos, mojigangas y danzas.
La palabra momos proviene de la mitología Griega y  se refiere a Momo, Dios del sarcasmo, la burla y las bromas.
De ahí que a aquel que tenía/ponía cara chistosa se le decía que tenía momos en la cara.
Todo parece indicar que con el transcurrir de los siglos y la popularización de la expresión, la palabra momos (ampliamente desconocida para la mayoría de personas) se transformó en monos (mas cotidiana y de uso común), cambiando la frase a tal y como la conocemos actualmente: Tener monos en la cara.
Durante los carnavales muchos son los grupos y comparsas que le rinden homenaje al Rey Momo, que no es mas que un derivado del dios griego del mismo nombre y se trata de un personaje considerado el rey de los carnavales en numerosas festividades de América Latina, principalmente en Colombia y Brasil.
Su aparición significa el comienzo de las fiestas de Carnaval y cada uno tiene su propio Rey Momo, a quien se le suele dar la llave de la ciudad. Tradicionalmente, es elegido para interpretar dicho papel, un hombre alto y gordo.

Reflexión