El espejo roto es una de las más
extendidas supersticiones todavía existentes, como portadoras de mala suerte y
se originó mucho antes de que existieran los espejos de vidrio.
Esta creencia surgió de una
combinación de factores religiosos y económicos.
Los primeros espejos utilizados por
los antiguos egipcios, los hebreos y los griegos, eran de metales como el
bronce, el latón, la plata y el oro pulimentado, por tanto, irrompibles.
En el siglo VI a.C., los griegos
habían iniciado una práctica de adivinación basada en los espejos y llamada
catoptromancia, en la que se empleaban unos cuencos de cristal o de cerámica
llenos de agua.
De modo muy parecido a la bola de cristal de las gitanas.
A tal punto se pusieron de moda, que
incluso actualmente muchas mujeres, las suelen tener como adorno en sus
estanterías. Pero siempre hay algún
marido que al tomarla por curiosidad, se les cae, rompiendo la bola de cristal
y luego la mujer tiene que comprar otra… y otra, y otra… Será por eso que las
mujeres se quejan que sus maridos siempre rompen las bolas.
Pero volviendo a nuestro tema, el
cuenco de cristal lleno de agua —el miratorium para los romanos— se suponía que
revelaba el futuro de cualquier persona, cuya imagen se reflejara en la
superficie del mismo.
Los pronósticos eran leídos por un
«vidente». Si uno de estos espejos se caía y se rompía, la interpretación
inmediata del vidente era que la persona que sostenía el cuenco no tenía futuro
—es decir, que no tardaría en morir— o que su futuro le reservaba unos
acontecimientos tan catastróficos, que los dioses, amablemente, querían evitar
a esa persona una visión capaz de trastornarla profundamente.
En el siglo I, los romanos adoptaron
esta superstición portadora de mala suerte y le añadieron un nuevo matiz, que
es nuestro significado actual. Sostenían que la salud de una persona cambiaba
en ciclos de siete años. Puesto que los espejos reflejaban la apariencia de una
persona —es decir, su salud—, un espejo roto anunciaba siete años de mala salud
y de infortunios.
La superstición adquirió una
aplicación práctica y económica en la Italia del siglo XV. Los primeros espejos
de cristal con el dorso revestido de plata, desde luego rompibles, se
fabricaban en Venecia en esta época. Por ser muy caros, se trataban con gran
cuidado, y a los sirvientes que limpiaban los espejos de las casas se les
advertía severamente que romper uno de esos nuevos tesoros equivalía a siete
años de un destino peor que la muerte.
Este uso efectivo de la superstición
sirvió para intensificar la creencia en la mala suerte acarreada por la rotura
de un espejo, a lo largo de generaciones de europeos. Cuando, a mediados del
siglo XVII, empezaron a fabricarse en Inglaterra y en Francia espejos baratos,
la superstición del espejo roto estaba ya extendida y firmemente arraigada en
la tradición.
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