Lo cierto es que desde la antigüedad
hasta nuestros días, la historia se nutre de despiadados comentarios y epítetos
denigrantes de unos autores sobre otros, y demuestra que nadie hubo tan crítico
de una obra literaria como la de un propio colega (y esto también lo he sufrido
en carne propia).
Sin intención de hurgar demasiado en
la historia antigua, -donde también abundan los ejemplos-podemos
referirnos a lo acontecido a fines del
1800 con León Tolstoi.
Fue sin dudas uno de los más
importantes autores de la novela realista en Rusia -junto a Fedor Dostoievsky-
y autor de inmortales obras como “La guerra y la paz”, “Ana Karenina” y “La
muerte de Iván Ilich” entre muchas otras y que son buscadas incansablemente por
lectores ávidos de embeberse de buena literatura.
Es probable que comprendamos mejor
su pensamiento si lo asociamos a su historia de vida.
Tolstói tras su conversión
nuevamente hacia el dogma cristiano—había hecho en su vida viajes sucesivos de
la fe al ateísmo y viceversa— empezó a librar una pugna interna entre su vida
como artista y su conciencia cristiana, que hacia finales de la década de 1870
culminó con su desprecio y desdén sobre el arte al considerarlo impío (según
narra George Orwell). Esta afiebrada conciencia espiritual, lo llevó a -sin
abandonar la casa en la que vivía con su familia a la que solo llegaba a dormir-,
“sacrificar la felicidad de su esposa, su apacible vida familiar y su elevada
posición literaria a cambio de lo que consideraba una necesidad moral: vivir
según los principios de la moral cristiana racional, vivir la vida sencilla y
severa de la humanidad generalizada en lugar de la vistosa aventura del arte
individual”. Es, entonces, por lo menos comprensible que a un hombre con una
apuesta de vida así de radical, le fuera imposible no sobreponer en su
valoración artística su concepción moral.
Tolstói llegó entonces a afirmar en
un ensayo, que la fama y prestigio de Shakespeare eran injustificadas y se
basaban en la propaganda impulsada por profesores alemanes del siglo XVIII, que
insatisfechos con sus contemporáneos, buscaron en Shakespeare la diana de sus
alabanzas, incluso luego que -nada menos que Goethe-, afirmara que Shakespeare
era un gran poeta.
A sus 75 años publicó aquel ensayo en
el que explicaba su desagrado:
“Recuerdo el asombro que sentí la
primera vez que leí a Shakespeare. Esperaba sentir un profundo placer estético
pero tras leer una tras otra las obras consideradas como las mejores: 'El rey
Lear', 'Romeo y Julieta', 'Hamlet' y 'Macbeth', no solo no sentí placer sino
que tuve una irresistible repulsión y tedio y dudaba si yo no tenía
sensibilidad para las obras consideradas perfectas por el mundo civilizado o si
los significados que le atribuyen a estas obras era un sinsentido”.
En un segundo ensayo, seis años más
tarde, titulado “Lear, Tolstói y el Bufón” Tolstói asegura haber sentido
siempre “una repulsión y un tedio irresistibles” hacia la obra de Shakespeare.
Persuadido del culto reverencial del mundo hacia el autor inglés, el escritor
ruso cuenta que ha releído las obras y “he sentido con mayor fuerza aún los
mismos sentimientos; esta vez, sin embargo, no ha sido aturdimiento, sino la
firme, inequívoca, convicción de que la aureola incuestionable de gran genio de
la que goza Shakespeare, y que impele a los escritores de nuestro tiempo a
imitarlo y a los lectores y espectadores a descubrir en él unos méritos
inexistentes—distorsionando así sus facultades de comprensión ética y
estética—, es un gran mal, como lo es toda falsedad”.
Luego Tolstói analiza la obra “El
rey Lear”, y tras encontrar la trama “estúpida, verbosa, antinatural”, entre
otros epítetos, concluye que ningún lector u observador vacunado o limpio del
culto generalizado que se profesa al dramaturgo inglés podría leer hasta el
final la obra sin el sentimiento de “aversión y cansancio”, y que el mismo
veredicto puede aplicarse a “todos los otros exaltados dramas de Shakespeare,
por no mencionar los absurdos cuentos dramatizados, Pericles, La duodécima
noche, La tempestad, Cimbelino, Troilo y Crésida”.
Sin embargo, a pesar de lo
antepuesto, Shakespeare no fue el único blanco de sus dardos.
Antón Chéjov y Lev Tolstói eran
amigos, o si no lo eran, al menos se
conocieron en persona. Se respetaban realmente y en parte admiraban las obras
del otro. Eso no impidió que Tolstói criticase severamente algunas de las obras
de Chéjov.
Tolstói dijo que Chéjov era un gran
artista y que sus obras maestras se podían releer constantemente. Excepto sus obras
de teatro.
En una ocasión Leon le comentó a
Antón: “Una obra de teatro debería tomar de la mano al espectador y llevarlo en
la dirección que quiera. ¿A dónde puedo seguir a tus personajes? Al sofá del
salón... y no salen de ahí porque no tiene otro lugar a donde ir”.
Alguna vez el mismo Chejov relató a
modo de anécdota:
“Visité a Tolstói recientemente en
Gaspra. Se encontraba postrado en la cama porque estaba enfermo. Me habló de mí
y de mis obras, entre otras cosas. Finalmente, cuando estaba a punto de
despedirme, me agarró de la mano y me dijo: "Dame un beso de despedida". Cuando
me agaché sobre él, me estaba besando y susurró al oído en una voz de viejo
todavía energética. "Sabes, odio tus obras. Shakespeare escribía mal, pero creo
que las tuyas son todavía peores”.