sábado, 22 de agosto de 2020

CUENTO: LA OREJA

Su vida era tan apacible como tranquila y sus días trascurrían sin demasiados contratiempos, más que los habituales.  Lo llevaron, como ocurre tantas veces, a la fuerza y con engaño.
Nunca quiso ni se propuso estar ahí. Pero lo único cierto es que allí estaba y había que defenderse como se pudiera.
Como la mayor parte de las veces, las luchas premeditadas o programadas, suelen ser desiguales. Las ventajas y desventajas se miden por el grado de ambición e insensibilidad de quienes concretan el negocio.
Nada nuevo a estas alturas y sin embargo nada tan despreciable, vil y deleznable como el jugar con la vida ajena.
Y allí se encontraba.  Frente a su enemigo.
No lo sabía, ni nadie se lo había siquiera insinuado, pero intuía que se trataba de una lucha a vida o muerte.
Varias veces tuvo que enfrentarse a distintos adversarios, pero en todos ellos, sus oponentes mantenían al menos, sus mismas características.
Esta vez era distinto.  Si bien  siempre confió en su instinto y su fuerza, había algo en su contrincante que lo hacía moverse con inusual cuidado y precaución. Tal vez por su olor, su vacía, desconfiada y traicionera mirada o por su engreída actitud,  lo cierto es que había que tener mucho cuidado.
La cuestión primordial era defenderse. Y sabido es, que muchas veces, la mejor defensa es el ataque. Así que no quedó más alternativa que atacar. Los gritos de la gente que vociferaba desde afuera, presagiaban malos resultados. Por lo visto nadie estaba a su favor.  Si bien estaba acostumbrado a no necesitar ayuda, sabía que tampoco ésta vez la obtendría. Así que tomó aún más fuerza y volvió a arremeter contra su adversario. La desidia y altanería que por momentos su oponente demostraba, lo desconcertaba y  sacaba de quicio.  No cabía ninguna duda: la lucha era desigual.  Y sin embargo no podía abandonar.  Se perdía, debía morir.
Se quedó quieto por un instante.  Observó fija y detalladamente a su adversario y se dispuso una vez más a defenderse con todas sus fuerzas, pero una vil, traicionera y certera punzada en su hombro lo hizo trastabillar.  Era evidente que su enemigo si, recibía ayuda.  Comenzó a sangrar copiosamente por la herida, pero no podía cejar en su cometido.  De allí no se podría salir con vida, así que no quedaba más que luchar hasta el final.  Y otra vez, el intentar tomar fuerzas y arremeter con lo poco que le quedaba volvió  a ser su estandarte. Pero la ayuda que su adversario recibía, se multiplicaba y nuevamente, otra punzante herida, esta vez sobre su hombro izquierdo, hacía flaquear sus fuerzas.  La sangre que brotaba sin pausa, ya casi embarraba el suelo por cuanto lugar pisaba.  El dolor de las penetrantes y abiertas heridas, el sofocante calor del lugar y los ensordecedores gritos de los concurrentes, hacían nublar su vista.  No podía ver con claridad a su oponente.  Pero lo olía.  Sabía de su cercanía y peligrosidad.  Su agotamiento y diezmadas fuerzas, apenas si le alcanzaban para mantenerse en pie.  Sabía que ya todo era cuestión de tiempo.
Hacía rato que ya había dejado de ser una contienda. Comprendió, sin llegar a razonarlo, que se trataba nada más que de un juego, tan perverso como desigual.
En uno de sus tempestuosos movimientos, vio el sol ante sus ojos.  Ese inconfundible calor que siempre supo abrigarlo, en aquellas frías tardes de invierno, ahora era testigo de su triste final. Como si acariciándolo con sus rayos, intentase apaciguar el dolor que las heridas le estaban provocando.
Su enemigo se paró delante suyo desafiante y altivo, y con la misma piedad en sus ojos como la de una bota militar puede llegar a tener con una hormiga, desenfundó su espada y tomándose su tiempo para precisar el movimiento, se aprestó a asestarle la estocada final.
Tan solo sintió el frío ardor que penetró interminable en su espalda. La vista se le nubló por completo y las pocas fuerzas que le quedaban, lo abandonaron por completo.
Luego todo se convirtió en un oscuro y vacío silencio.
Y mientras la gente vitoreaba, el torero cortó la oreja y se fue a festejar.

H.D.M.

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