jueves, 7 de abril de 2016

"La comedia está servida" Capítulo 2 EL COMIENZO

El comienzo

Siempre me gustó jugar al fútbol.  Debo reconocer que era mi gran pasión desde muy chico.  Solía pasarme horas y horas (luego de la escuela) tratando de pegarle a la pelota en soledad contra una pared, o simplemente jugando con algunos amigos “picados” informales, sin importar la cantidad de jugadores ni las condiciones de la cancha, la cual se componía  muchas veces los simples adoquines de la calle.
Sentía una verdadera devoción por el fútbol, hasta tal punto que en incontables ocasiones en que tocábamos el tema con los otros chicos, yo aseguraba que mi futuro estaría asociado indefectiblemente a aquel deporte.
Cuando ingresaba en la adolescencia, un compañero de escuela, no solo me invitó, sino que casi me llevó a la rastra hasta el teatro General San Martín para ver una obra.
No había muchas formas de convencerme ya que era él quien quería ir a ver esa obra sobre la que escuchó maravillas y tan solo necesitaba un acompañante, pero un amigo es un amigo, así que renuncié a mi partido de fútbol de aquel atardecer a regañadientes y lo acompañé dispuesto a aburrirme soberanamente con eso del teatro.
Desde toda mi infancia hasta aquel momento, el único acercamiento que había tenido con el teatro, había estado ligado a algunas escasas comedias de Darío Víttori, emitidas por televisión y a las que había visto casi de reojo y sin darle demasiada importancia.
No cuentan para esto las veces que tomé parte en los actos escolares, personificando al payaso presentador “Pompa de jabón”, ni las pseudoactuaciones en los carnavales de los clubes del barrio, haciendo también el mismo personaje y con el apoyo y producción de mis viejos, en cuanto a guantes entalcados, la famosa flor en el ojal con un tubito de agua, etc. y el típico vestuario con remiendos de payaso, cosido a mano, y aclaro que no cuentan, porque todo aquello no era más que con la intención de mis padres de hacerme participar del concurso de máscaras carnavalescas, y para mí se trababa tan solo de un juego.
Queda claro que, lo que yo desconocía en esa época, era que el teatro también lo era.
Cuando llegué a aquel inmenso edificio del Teatro San Martín, no lo pude creer. Todo mi ser se conmovió y sufrí dos fuertes impactos: el primero fue cuando mirando hacia arriba y admirando la grandiosidad de semejante edificación, intenté ingresar y me choqué contra uno de los portales de vidrio que no estaba destrabado, ya que se ingresaba por la puerta de al lado y el segundo impacto fue emocional y se produjo cuando logré ver la monumental y exuberante arquitectura edilicia, aquellas escalinatas alfombradas, la iluminación, la gente tan bien vestida y una vez ya dentro de la sala Martín Coronado, la impresionante y sorprendente escenografía de dos plantas en la que transcurría la trama de “El discípulo del diablo” de George Bernad Shaw, el elenco, las actuaciones, el escenario móvil y giratorio, la iluminación… en fin, era demasiado, tan solo para dos ojos que nunca habían visto algo semejante.
No recuerdo exactamente cuánto tiempo habré permanecido boquiabierto, pero indudablemente fue bastante.  Cuando terminó el espectáculo y salimos del teatro, no podía tomar contacto nuevamente con la realidad y todavía impregnado de la magia de aquel recinto, le dije a mi compañero con absoluta convicción “Yo también quiero estar ahí arriba”.
Ese día comprendí que disfrutar de una excelente función de teatro (tanto hacerla como verla), es como beber el más añejo y exquisito vino jamás probado.  El disfrute dura apenas unos instantes, pero el recuerdo y la sensación que deja, perdurará para toda la vida, y lo narraremos como lo que fue: una experiencia única.
Yo provenía de una familia humilde.  Muy humilde.  De esas en las que generalmente se piensa mucho más en lo urgente que en lo necesario, y sin embargo tuve la enorme fortuna de haber sido comprendido por mis padres y de recibir su total apoyo.   Gracias a ellos (y a que mi padre había participado en algunos grupos aficionados al teatro en su juventud) logré comenzar desde la adolescencia, a inmiscuirme en el mundo del arte, sin tener la menor idea de qué era lo que se necesitaba como requisito.
Desde mis comienzos como estudiante de teatro y del arte en el legendario “Labardén”, de donde salieron verdaderos artistas de una calidad humana y creativa pocas veces vista como Sergio Rower, Luis Rivera López, Mónica Felippa,  Adrián Blanco, Gustavo Garzón y tantos otros que sería muy largo de enumerar (y de los cuales tuve el honor de ser compañeros de estudios) y más tarde en la Escuela Municipal de Arte Dramático y el Conservatorio Nacional, y que coincidieron en el tiempo con mis primeras  actuaciones sobre los escenarios, (producto de la propia juventud y su innata impaciencia), había sentido una gran inclinación y curiosidad por el humor, y muy especialmente por la comedia.
Si bien comencé transitando espectáculos infantiles,  algunos dramas costumbristas, las grandes tragedias shakespearianas y griegas y obras de las más disímiles características en los distintos talleres teatrales, la chispa de la risa se iba acrecentando dentro mío y ya no me era suficiente “hacer reír” en las ruedas de amigos, reuniones sociales o incluso en algunos ensayos de dichas obras (lo que me valía muchas veces la recriminación de los directores).  Ya necesitaba un público mayor.
Recuerdo que de chico, inventaba historias y me divertía a lo grande, corriendo y saltando por la casa, el parque y las calles, jugando a ser los más disparatados personajes.   De grande debo reconocer que algo ha cambiado.  Sigo haciendo lo mismo… pero en un escenario.
Se torna importante aclarar que durante unos cuantos años, antes de empezar a trabajar en televisión, (lo cual me posibilitó entre otras cosas, durante unos cuantos años, vivir de esta increíble profesión), y también durante otro montón de años después de eso, mi alma se alimentó casi exclusivamente del teatro independiente.
En esos grupos, donde se juntaban las monedas para comprar clavos o pinceles, necesarios y hasta vitales, para armar una simple escenografía.  Donde las principales discusiones se centraban en quién preparaba el mate durante los ensayos, o simplemente si se cenaba pizza o empanadas dadas las altas horas de la noche.
No era época de bohemia.  Era época de arte.  Donde absolutamente todo lo que se veía sobre el escenario, nos pertenecía por derecho propio.  Por esfuerzo y transpiración.  Por devoción y entrega.  Por poner todo al servicio del trabajo y la creatividad.
Porque ser un profesional del teatro, no es ganar mucho dinero ni obtener cantidad de diplomas.  No es ser conocido ni aparecer en revistas o programas del espectáculo.  Ser profesional es comprometerse de lleno y esmerarse en mejorar a cada instante.  Es actitud, respeto y dedicación al trabajo.  Es puntualidad, esfuerzo, afán y entusiasmo.  Es entrega, sacrificio y aplicación.   Pero por sobre todas las cosas… es una exquisita forma de vida.
Como en toda aventura artística a la que nos lanzábamos, sabíamos dónde, cómo, porqué y con qué empezábamos, pero nunca hasta dónde llegaríamos.
Allá por el ´81, (Éramos tan jóvenes!!)  y a pesar de los ajados recuerdos que suelen despedazarse por el transcurso de los años, después de unas cuantas funciones en los barrios de Villa Bosch, Martín Coronado y alguna que otra localidad , en las afueras de Buenos Aires, nos trasladamos con nuestro modesto espectáculo, al centro de la Capital.



En un escondido y húmedo sótano de una galería, comercial, rodeado de negocios electrónicos o de lencería, se encontraba el teatro con dos pequeñas salas.  La mayor, de poco más de cien asientos.
Durante casi un año, hicimos allí, todos los sábados y domingos,  funciones.  No teníamos publicidad y mucho menos, algún actor de renombre que convocara público al teatro.  El nuestro eran los espectadores ocasionales, los amigos, los amigos de los amigos, los familiares y algún que otro desprevenido que no tenía lo que hacer.
Tanto fue así, que en unas cuantas ocasiones, siendo siete de elenco, éramos más en el escenario que el público que se hallaba sentado en la platea.  Pero la satisfacción para nosotros era la misma.  Así hubiese un solo espectador que disfrutase  la función, nuestro objetivo estaría cumplido.  Y a pesar también, de tener muchas veces que poner dinero de nuestros bolsillos, para rendar la sala por cada función y pagar derechos autorales, impuestos, etc. Pero nada importaba.  El placer era tan grande que estábamos dispuestos a mucho más que eso.
Cierto día, al finalizar una de esas tantas funciones con muy escaso público, se nos acercó alguien, que dijo ser representante de los festivales Italianos de teatro independiente, que estaba seleccionando obras para invitar y que había quedado impactado por nuestro espectáculo.  Días después nos llegó la invitación formal, para participar, como representantes argentinos, en dichos festivales.
No terminamos de armar las valijas, que ya estábamos subiendo al avión.  Tres meses en total, (Incluyendo los festivales en los que participamos, que eran aproximadamente de una semana cada uno) estuvimos en Europa, recorriendo e intercambiando todo tipo de experiencias con grupos de casi todo el mundo.  Creo que está de más decir que fue una experiencia enriquecedora e inolvidable.  Que se dimensiona más todavía, si pensamos desde dónde nació.
Algunos regresamos a la Argentina.  Otros se perdieron por las fronteras europeas, aún sedientos de más. Y los que volvimos, nuevamente empezamos a juntar moneditas para comprar clavos o pinceles.  Un nuevo proyecto empezaba.
Tal vez porque el teatro independiente ha sido mi cuna artística es que he luchado tanto por él.  Pero debo reconocer que tenemos un problema.
Hay muchas y distintas salas de teatro, tanto en ciudades, pueblos y  barrios, que generalmente dedican sus instalaciones al teatro independiente. Muchas de ellas, precariamente equipadas y tal vez sin las comodidades necesarias, tanto para el público como para los artistas, cuentan sin embargo con un factor preponderante, que las hace imprescindibles, a la hora de elegir sala para un espectáculo: una gran calidez humana.  Pero… tienen un problema.
Casi todos los ayudantes técnicos, asistentes, electricistas, sonidistas, escenógrafos, etc, etc, que colaboran en esos grupos independientes de teatro, casi nunca son receptores del aplauso del público.  No aparecen en las notas periodísticas, ni en los carteles de propaganda, y muchas veces ni son tomados en cuenta por el público, en gran medida por su silencioso trabajo “entre bambalinas”.  Son abnegados trabajadores anónimos, que ponen el hombro sin miramientos, para apoyar el arte. Pero… tienen un problema.
Los autores de teatro, a diferencia de lo que pueden llegar a creer algunas personas, no se sientan frente a un papel y al cabo de unas horas, han terminado su tarea de escribir una obra de teatro. (Eso tan solo lo podía lograr Lope de Vega) No. Realmente pocas cosas tan lejos de la realidad.
Son muchos días, semanas y meses, escribiendo y rescribiendo las mismas escenas. Discutiendo con uno mismo, enojándose y peleándose con sus pensamientos, riendo, gozando, protestando, abstrayéndose del mundo real y apartándose de su familia y amigos, para sumergirse y vivir sus personajes, en aquel otro mundo de ficción.
Sufren y al mismo tiempo disfrutan de cada página de su irrealidad. Pero… tienen un problema.
Los actores de estos grupos, son realmente increíbles. No sólo dedican horas, tardes y noches enteras a los ensayos, al armado de escenografías, a promociones, y muchos otros etcéteras,  sino que obviamente, también aportan esfuerzo, creatividad y talento.
A pesar de los contratiempos que cada uno debe enfrentar en su vida cotidiana y con esa profunda sensación de impotencia, al tener que decirle a sus familias y amigos, la tan repetida frase de: “Hoy no puedo. Tengo ensayo”. Y luego verlos, después del trabajo diario, irse con su libreto bajo el brazo, disfrutando como un niño con su juguete preferido, simplemente a gozar del arte. Pero… tienen un problema.
Así es. Cada uno de ellos, los encargados de las salas teatrales, los asistentes técnicos, los autores y los actores tienen un problema y muy serio:   necesitan comer cada día.
Por eso es tan importante que cada uno que vaya al teatro, pague su entrada.  Con esa pequeña contribución, tal vez sin saberlo, usted está ayudando a que las salas teatrales puedan remodelarse, equiparse mejor y hacer de esos recintos, lugares más confortables, que redunda en beneficio del mismo público.
A que los asistentes técnicos, puedan obtener una mínima retribución por su esmerada e imprescindible labor.
Abonando ese irrisorio precio, usted no está comprando una entrada. Está sosteniendo la cultura de su pueblo.  Y no deje de hacerlo, porque sabido es que un pueblo que pierde su cultura, está destinado a la esclavitud.
  Con esa, casi insignificante contribución suya, los grupos pueden pagar los derechos autorales y así los dramaturgos, preocuparse nada más que de mejorar su prosa, y los actores por su parte, pueden sentir finalmente, que ya no lo hacen simplemente por amor al arte.  Aunque de una forma u otra, seguirán amando el arte como una filosofía de vida.
Porque para vivir, también a los artistas les hace falta comer. Aunque más no fuese de vez en cuando.
Este es uno de los tantos motivos que me lleva a estar convencido que si los políticos fueran capaces de poner en práctica en sus países, la décima parte de la creatividad, esfuerzo y dedicación que los teatreros ponen en su profesión, la pobreza habría que buscarla sólo en los libros de historia.
En aquella realidad (al igual que lo que sigue ocurriendo hoy en día), nos movíamos por distintas bibliotecas intentando encontrar “el” texto de comedia, que nos permitiera montar nuestro tan ansiado espectáculo.
Actualmente, con el maravillosos aporte de la tecnología, aquella búsqueda se ha tornado mucho más breve, en tiempo y espacio, pero con el mismo e invariable resultado.
Largas tardes y muchas noches, conformaban aquella tensa búsqueda de  una obra que se adecuase a la cantidad de actores –tanto hombres como mujeres- con los que contábamos en el grupo. Porque a diferencia de lo que ocurre en el teatro comercial, donde una vez decidida la obra, comienzan a elegirse los actores para el elenco, en el teatro independiente se tienen los actores del grupo y luego hay que buscar la obra que se adecue a ellos con sus condicionantes (edades, sexos, etc.).
Una búsqueda tan desesperante como casi imposible de llevar a cabo, ya que si se presentaba la dichosa fortuna de encontrarla, comenzaba a tallar la importancia del tema que la misma trataba, o la gracia y el humor utilizados, o la actualidad, el lenguaje, las edades de los personajes, los elevados costos de derechos de autores famosos, etc. etc. lo que finalmente la tornaba desquiciante.
Un buen día, tal frustrante búsqueda me condujo hasta el hartazgo y desechando por completo continuar con ella, tomé la decisión inequívoca e irreversible de escribirla yo mismo.
No sé si fue una decisión acertada en su totalidad, pero lo cierto es que por un lado, me quitó un gran peso de encima (la extenuante búsqueda), y por otro lado me agregó uno, tanto o más preocupante: la responsabilidad de hacer algo bueno y original y el desafío de poder lograrlo.
Así aparecieron mis primeras comedias: “Mi mujer es el plomero”, “Un mal día”, “Lotería”, “Vodevil” y “Los putativos” .


No hay comentarios:

Publicar un comentario