viernes, 2 de enero de 2015

Cuento de Humor: "Una dieta sana"

Cuentos breves para sonreír brevemente a la brevedad posible

“Una dieta sana”

No entiendo que está pasando.  Indudablemente algo hice mal.
Hace un tiempo, y ante el asombro que me produjo mi peso corporal (que la balanza no mostraba sino que gemía), y las comilonas que se preparaban acechantes y nos esperaban en  las fiestas de fin de año, recurrí como muchos hacen a la vieja y conocida sabiduría popular de familiares, amigos, vecinos y algún que otro desconocido que se inmiscuyó en alguna de las conversaciones.
Todos los diagnósticos parecían converger en un mismo punto: mi dieta diaria no solo no era de las más sanas, sino que carecía de alimentos fundamentales para la buena salud.
En una de esas tantas charlas, mientras se hacían los preparativos para las cenas familiares, un grupo de amigos me recomendó dejar de comer carnes rojas e ir supliéndolas con verduras y frutas, fundamentales para una dieta equilibrada.
En ese mismo momento, renuncié, no sin tristeza, al asado, matambre, picadas con salamines y todo tipo de exquisiteces que se estaban preparando y me dediqué por completo a la colorida ensalada, abundante en lechuga, achicoria, zanahorias, tomates (a pesar que no me gusta, pero todo sea por la salud) apio, coles de Bruselas y de otros países también, morrones, paltas, hongos, pepinos, nabos (que nunca faltan en ninguna familia), puerros, cebollitas de verdeo, berros, repollo, brócoli y coliflor, debidamente condimentada con albahaca, perejil, orégano y todas las especies que encontraron en los alrededores del barrio, y que mágicamente lograrían volverme a mi estado natural (llámese peso anterior al susto de la balanza, que ya no marcaba números, sino que decía: “continuará”).
Uno de aquellos amigos también, más que recomendar, casi exigió que debía agregar a mi dieta, al menos 100 gramos diarios de frutas secas como nueces, avellanas o almendras que proveerían los indispensables antioxidantes que el cuerpo tanto necesita.  No entendí a qué se refería, ya que no tomo mucha agua como para oxidarme por dentro, pero igual le hice caso.
Sin embargo, algunos familiares, si bien estuvieron de acuerdo con lo anteriormente recomendado, agregaron sin anestesia, la fundamental ayuda que necesita el hígado,  basada en alimentos que logran su limpieza profunda, como el ajo, el pomelo, el té verde y sobre todo la cúrcuma.  Nunca en mi vida había rallado tanta cúrcuma ni comido tanto ajo junto con pomelo y pepinos, y como si esto fuera poco, nunca falta la tía comedida que si no hacen lo que ella dice, se ofende y se va, así que no me quedó otra opción que agregar también a mi ensalada dos enormes cebollas crudas y remolachas, muy buenas para la circulación y como diurético respectivamente.
A decir verdad, tuve que pedir otra fuente, porque tantos ingredientes ya no entraban en la ensaladera, pero cuando estaba por terminar de saborear mi saludable ensalada, un primo detuvo mi mano y me preguntó por el colesterol.  No supe qué responderle, porque mis últimos análisis no fueron resgistrados en un papel, sino que estaban tallados en piedra, pero a su buen entender, por mi peso, no debía estar nada bien, así que me sugirió a modo de amenaza de muerte si no lo hacía, que agregara alimentos escenciales para controlar el colesterol como la cebada, avena y soja.
Con lo de la cebada no tuve problemas, pero cuando estaba por destapar una cerveza, me detuvieron y me explicaron que se referían a los granos integrales.
Los agregué a regañadientes justo en el momento que llegó corriendo mi sobrino, que atento a la charla, había corrido a buscar por internet soluciones saludables para mi problema, así que volvió con una enorme berenjena, anchoas, algún que otro pescado de los llamados azules,  y legumbres como lentejas, garbanzos y porotos, y que sin consultarme, agregó a mi ensalada.
Con gran esfuerzo intenté terminar mi comida de fin de año de las dos enormes ensaladeras, para mantenerme incólume en mi objetivo de cuidar mi salud, mientras los demás se daban el gran atracón con todas los manjares que estaban distribuidos por la mesa, como chivitos, lechones, asado, mollejas, chorizos y todas las exquisitas etcéteras que se puedan imaginar.
Cuando llegó la hora de los postres, entre los sabrosísimos helados de todos los gustos, tortas de chocolate con crema chantilly y flanes con dulce de leche, se encontraban mis frutas (sin banana) para mi dieta.
A la hora del brindis todos levantaron varias veces sus copas de champán y vino, y a pesar que mi estómago se había hinchado como si me hubiese tragado dos pelotas de rugby, yo los acompañé en cada una de esas ocasiones con mi vaso largo de agua mineral, mezclada con jugo de naranjas, y la amarga y asquerosa viscosidad del interior de una planta de Aloe Vera que previene todo tipo de problemas cancerígenos, y -según la última recomendación- con un té de boldo que ayudaría a la digestión.
Indudablemente algo debo haber hecho mal, ya que no sólo no he perdido el sobrepeso, sino que además, entre mis amigos ahora me llaman “el arquitecto”, porque me la paso haciendo arcadas.
Pero juro que lo averiguaré...  un día de éstos, cuando logre caminar tres pasos seguidos sin tener que regresar de urgencia al baño.

H.D.M.

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