sábado, 7 de febrero de 2015

Cuento de humor: "La casa embrujada"

“La casa embrujada”
(Cuando no hay exorcismo que valga)

Era un panorama realmente tétrico y aterrador.  La noche estaba cerrada, porque ya era muy tarde.  El silencio se hacía aún más notorio sobre todo cuando nadie hablaba y tan solo el viento se movía para no dejar de existir.   Apenas si se escuchaba a lo lejos el extraño aullido de un lobo, muy extraño por cierto ya que por allí no había lobos.
Todos los vecinos del barrio aseguraron que aquella casa estaba embrujada y que el demonio la poseía, (el dueño era un ricachón que jamás usaba corbata) pero luego advirtieron que en realidad se trataba de la suegra de la familia, que había ido a buscar lo que les faltaba, luego de haber finalizado la mudanza.
El viejo caserón había sido abandonado por sus habitantes, tan solo algunos días atrás a causa de las extrañas circunstancias que rodearon la desaparición de Elpidio.
Todo comenzó una soleada y florida tarde de primavera, cuando la familia de Elpidio Paz llegó a la nueva casa que acababan de comprar.
Varios de sus conocidos le habían advertido sobre la peligrosidad de la decisión de su compra ya que, según aducían, existían pruebas irrefutables que aquella casa estaba embrujada.
No se sabía a ciencia cierta si tan solo eran bromas que le jugaban por su conocida aprensión a cuanto tema estuviese relacionado con el Diablo, o porque realmente había indicios de la veracidad de aquellos comentarios.
Lo cierto es que Elpidio hizo caso omiso de aquellas paráfrasis -inducido mucho más por su mujer y su suegra que por sí mismo- y finalmente compró la casa y se mudaron a vivir allí.
Los niños corrieron con gran entusiasmo escaleras arriba, buscando sus respectivas habitaciones, mientras la suegra trayendo un perchero de madera, entraba una jaula con la lora -su mascota preferida- tapada con una funda verde (la jaula) y portando en su brazo (de la suegra) una pequeña colcha que solía servirle de cobijo (a la lora, no a la suegra) cuando querían lograr la oscuridad total y preservarla del frío.  Estaban también acompañados (la suegra y la lora) por el perro, el gato y el matrimonio compuesto por Elpidio Paz y Dorotea Gobia, que a su vez, dejaban sus valijas en el centro del living.
Los animales suelen poseer -en su natural instinto de supervivencia-, un exquisito sentido de la percepción que los alerta de posibles peligros.  Apenas ingresó, el gato sintió que en aquella casa algo no estaba bien.  Algo no encajaba en todo aquello.  Luego advirtió al perro, que en estado de celo intentaba montarla.  Se lo quitó de encima con un arañazo a modo de sopapo y se fue, mientras el perro se quedó con la lengua afuera, tratando de sobrellevar el momento con un almohadón que estaba tirado en un rincón.
El ser humano, aunque sin tener demasiado conocimiento de ello,  también posee un extraño sentido de la premonición cuando de malos momentos se trata.  Elpidio tuvo aquella primera sensación cuando conoció a la que iba a ser su suegra.  La segunda vez fue cuando su suegra quedó viuda (ya que presintió que iba a ir a vivir con ellos) y luego ocurrió por tercera vez, pero en esta oportunidad, adentro de aquella casa.  Por eso ahora estaba tan seguro de que no se equivocaba.
A minutos nomas de haber ingresado en la casona, una terrible sensación de horror lo envolvió de pronto y lo hizo estremecer, sufrir escalofríos, temblar, espantarse y hasta tener que cambiarse los pantalones.  Un frío repentino recorrió su espina dorsal.  Le pareció sentir que alguien le susurraba al oído, pero al girar advirtió que nadie había a menos de cuatro metros de distancia de él.
Mientras miraba aterrorizado a su alrededor, ya presa del pánico, les dijo a las mujeres con temblorosa voz, que no debían quedarse en aquella casa porque sentía que algo malo sucedería.  Su mujer y su suegra se miraron entre ellas y luego de un breve lapso, sin decir absolutamente nada desestimaron la idea repitiendo que se trataba del imbécil, y continuaron con su tarea de desempacar.
Abrumado por la desesperación, corrió hacia las habitaciones superiores en buscar del apoyo de los niños, cuyas opiniones eran tomadas mucho más en cuenta que las suyas. Pero tampoco lo logró.  Ellos ya estaban alegremente instalados en el lugar jugando y corriendo por los amplios pasillos y nadie lograría quitarlos de allí.
Vencido y mucho más temeroso que antes, volvió al living a seguir escuchando las quejas de su suegra sobre su incapacidad para hacer cualquier cosa.
Su paranoia aumentaba a cada instante.  Le parecía que las paredes hablaban, que por entre las rendijas de las puertas alguien lo observaba, y que era vigilado desde todos los rincones.  Sentía una maliciosa presencia en el ambiente... además de su suegra.  Pero no tenía con quien hablar.  Nadie prestaba atención a sus fundados temores de que aquella casa, tal cual le habían advertido en varias oportunidades, estaba realmente embrujada.
No tuvo otra opción que ponerse también a desempacar pero siempre mirando atentamente a todos lados.
El fin de la tarde pasó sin demasiados sobresaltos, fuera de aquel momento en el baño, cuando se estaba afeitando y la tapa del inodoro cayó abruptamente.  Nunca usó aretes, así que no le importó mucho haber perdido el lóbulo de la oreja derecha.
Luego de la cena y mientras Elpidio terminaba de lavar los platos, Dorotea le comunicó que se iba a dormir. (léase bien: Le comunicó. No le sugirió, ni le preguntó y mucho menos le pidió permiso)  Él ya estaba acostumbrado a aquellas excusas de su mujer.  Un  día estaba muy cansada, al siguiente le dolía la cabeza y al tercer día le decía -No me molestes que estoy viendo una película-.  Usando un par de veces por semana cada una de ellas, sumaban seis buenas excusas para no tener que soportarlo. Y al séptimo día se inventaba alguna pelea para estar enojados.  Pero Elpidio ya estaba acostumbrado.  Su vida había dejado de ser en su soltería, sexualmente pobre, para pasar a ser inexistente de casado.
A causa de aquel acostumbramiento, él aprovechó esa noche de calma para darse una vuelta por la casa y revisar que cada una de las puertas y ventanas estuviesen bien cerradas, ya que sus temores aún no lo habían abandonado.  Estaba convencido que algún ente, algún maligno espíritu o alguna alma en pena, cruel, despiadada y seguramente sanguinaria habitaba la casa... además de su suegra.
Luego de revisar cuidadosamente la habitación de los pequeños y darles un beso en la frente, al salir de allí, nuevamente un terrible presentimiento se apoderó de él.  Quedó tieso unos instantes y comenzó a mirar a todos lados.  Sentía que esa presencia no estaba lejos, que lo perturbaba más que antes, casi como si lo estuviera siguiendo.  Sintió un jadeo raro y entrecortado a sus espaldas  y supuso que tal vez esa horrible sensación sería su estigma.  Volvió a mirar alrededor y justo en medio del pasillo recibió la primera impresión que casi le paralizó el corazón: su suegra estaba en ropa interior, con la puerta abierta de su habitación, los ruleros puestos, embadurnada con una crema negra en la cara y cortándose las uñas de los pies.  Fue una visión tan escalofriante y fantasmagórica como desagradable.
Intentó seguir su camino para olvidarse de ese mal momento, y cuando estaba bajando las escaleras el estrépito de un trueno anunciando la tormenta lo hizo sobresaltar.  Se aferró al pasamanos y se quedó esperando el ruido de la lluvia.  Pero éste no llegó.  Miró por la claraboya vidriada del techo y le llamó la atención que el cielo se veía diáfano y totalmente estrellado.
De pronto se cortó la luz mientras otro tremendo estruendo acompañado de un relámpago iluminó intermitentemente la casa.  Escuchó el ruido de la lluvia que comenzaba a caer incesante, cada vez mas intensamente y cuando volvió a mirar por la claraboya, el cielo seguía viéndose estrellado.  Ante tanta confusión la cabeza pareció estallarle.  Ya no quedaban dudas, la casa estaba embrujada.
Bajó raudo y a tientas hasta el vestíbulo y corrió hasta uno de los ventanales que daban a la piscina del jardín, para observar desde allí.  El agua caía torrencialmente y las gotas se desplomaban contra el agua estancada y llena de hojas de la piscina, mientras otras se estrellaban contra el vidrio de los ventanales como queriendo traspasarlo.  No entendía qué pasaba.  Fue hasta la puerta de la casa y al abrirla su sorpresa creció porque se dio cuenta que había olvidado echarle el cerrojo.  Estaba aterrado, pero cuando la abrió de golpe, una suave brisa primaveral le mostraba el  frente de su calle, sin nada de lluvia y sin gota de agua alguna.  Tan sólo se veía la solitaria figura de una perrita que recorría vagabunda la calle ante la quietud nocturna.  El perro, aún con el almohadón entre sus patas, al olfatearla salió corriendo en su búsqueda.
En su desesperación (Elpidio, no el perro) por entender qué ocurría, volvió a correr hasta el ventanal y la tromba de agua caía aún con más fuerza convirtiéndose en un verdadero aguacero, al tiempo que la piscina comenzaba a desbordarse de tanta agua.  El miedo lo paralizó.  Tan solo sus ojos que denotaban estar preso del pánico, podían moverse.  Aquello sobrenatural que estaba presenciando no tenía explicación alguna y sin embargo estaba ocurriendo.  Un endeble y tenue gemido que parecía provenir de los pisos superiores comenzaba a hacerse notorio.  Como si fuese una suave y desafinada melodía infantil. Ni siquiera atinaba a girar su cabeza, cuando de pronto llegó aleteando por el aire y se posó sobre su hombro la lora de su suegra.  Elpidio pegó un respingo y la arrojó de un manotazo a un costado, tirándola a la colcha de la lora.
Se incorporó en la oscuridad de la noche, más asustado todavía.  Retrocedió unos pasos, con tan mala fortuna que sin querer le pisó la cola al gato.  En el sepulcral silencio de la noche, el estruendoso aullido del gato y el grito aterrado de Elpidio se confundieron en uno sólo.  Su corazón parecía a punto de estallar.  La presión sanguínea le había aumentado  y sus manos transpiraban copiosamente.
No sabía hacia adónde mirar y ni siquiera si podía mirar, ante tanta oscuridad.  Luego de lo del gato, temía moverse para no causar más inconvenientes.  Intentaba tranquilizarse diciéndose que tan sólo se trataba de su imaginación, pero escuchar el agua que caía copiosamente sobre el jardín le demostraban que no era así.  Algo muy extraño estaba pasando en esa casa.  Indudablemente estaba embrujada, tal cual le habían dicho sus compañeros de trabajo y cuyo comentario en su momento no tomó en serio.  Hoy ya casi a punto de llorar, se arrepentía de tal necedad.
No sabía qué hacer.  Se dijo a sí mimo que si había llegado su hora y debía morir, lo haría luchando hasta el fin.  No se entregaría con facilidad.  Comenzó a tomar tanto coraje que ya nada temía.  Ni aunque el propio Lúcifer se presentase ante él, pues sabría darle batalla.  Dicho esto con bastante resquemor, pues si había algo sobrenatural a lo que temía por encima de todas las cosas, era justamente al Diablo, sobre todo desde que conoció a su suegra.
Cuando retrocedió bastante y tuvo a su costado la chimenea, al tanteo logró asir un largo atizador de hierro y lo enarboló esperando el ataque del Demonio.  Sabía que el zarpazo de Satanás llegaría en cualquier momento y por cualquier lado, por lo que debía estar muy atento.
La transpiración empapaba su cara y la desesperación y el miedo se agigantaban.  La oscuridad jugaba en su contra y repentinamente se había hecho cómplice de Mefistófeles.  Presentía que no saldría vivo de aquella batalla, pero se juró luchar hasta el fin.
De pronto le pareció advertir a través del espejo, el refulgir de la tenue luz de una vela que se le aproximaba muy lentamente por detrás.  Evidentemente el traicionero Belcebú planeaba atacar por la espalda.   Lo dejó hacer.  Que se acercase lo más posible para luego asestarle el golpe definitivo con el atizador.  El hierro casi se le deslizaba de la mano de tanta transpiración que brotaba de ella.  Lo aferraba cada vez más firmemente mientras la luz de la vela continuaba acercándose.  Comenzó a escuchar los pasos de Satán, como si arrastrara pesadamente los talones.
Ya desde muy pequeño, a causa de su educación y de los cuentos y leyendas que solían contarle, había intentado descubrir las mil y una formas que podía llegar a tener el maléfico rostro de Luzbel, pero nunca imaginó que podría llegar a ser así.
Cuando Elpidio sintió que la luz de la vela ya se había aproximado lo suficiente, enarbolando con toda su furia el atizador de hierro, se dió vuelta e intentó defenderse, pero la imagen fue demasiado aterrorizadora.  El contorno de pelo renegrido sobre un rostro abominable, en cuyos ojos se reflejaba el rojizo color de la luz de la vela, lo atemorizaron de tal forma que tan sólo atinó a salir corriendo absolutamente desquiciado y sin rumbo fijo.
Su suegra no entendió esa reacción.  Tan sólo quería preguntarle que había pasado con la luz de la casa, pero como siempre repetía “no había con quien hablar”.
Al otro día tuvieron que llamar a los plomeros para que arreglen el tanque de agua del techo que se había averiado y vaciado sobre el techo de la casa provocando una verdadera catarata sobre el jardín y la piscina.
El perro volvió a la mañana feliz y contento, y cuando pasó al lado del gato y del almohadón tan sólo los miró con indiferencia y altanería.
El que nunca más volvió fue Elpidio Paz, porque sabía que mientras su suegra estuviese allí, la casa seguiría embrujada.

H.D.M.
 

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