La menstruación, ciclo o periodo
regular que domina la existencia de la mujer a lo largo de su vida fértil,
supuso siempre para ella un recordatorio de su condición, y memoria constante
de sus posibilidades de ser madre, pero al mismo tiempo ha sido fuente y origen
de tabúes y maldiciones.
Así, la menstruación, además de una
evidente falta de confort físico, fue subterfugio poderoso para la discriminación
de la mujer. Los más restrictivos tabúes cayeron sobre la menstruante, que no
podía siquiera rozarse con los hombres o con cosa alguna sin contaminarla o
impurificarla.
Esta situación es universal a lo
largo de la Historia en grandes civilizaciones, como la hebrea, los musulmanes,
etc., y en pueblos primitivos de África,
como los aborígenes de Guinea, que incluso prohíben a la mujer bañarse durante
su regla o mes por considerar que hacerlo envenenaría el agua de uso comunal.
Y no solo bañarse se les prohíbe:
también adentrarse en la selva, por miedo a que las serpientes, particularmente
enamoradizas de la mujer durante ese periodo, se introduzcan por los genitales
de ésta, y muera.
La menstruación, fenómeno
fisiológico poco entendido por el hombre, llevaba a la mujer a buscar durante
esos días la intimidad.
No solo ella, también el resto del
poblado, por lo que se instituyó en muchas culturas las llamadas cabañas de la
sangre adonde tienen prohibido el acceso tanto hombres como bestias del género
masculino, y son únicamente las madres quienes se acercan a llevarles la comida
que les dan por una tronera o agujero practicado a la altura del techo.
Allí las menstruantes, a menudo
atadas como si de locas se tratara, y en la oscuridad, dejaban transcurrir el
período. El brujo las visitaba para recordarles dos cosas: permanecer quietas y
en silencio, y comer lo prescrito.
A este apartamiento u ocultamiento
se unía, cuando se trataba de las dos primeras reglas de la mujer, el maltrato
físico, pues a la menstruante primeriza se le consideraba poco menos que una
endemoniada.
Los negros Macusis de la Guayana
inglesa suelen propinar — son las madres las encargadas de hacerlo— una paliza
con vergajos tras tomar la menstruante un baño.
Ciertas tribus aborígenes
australianas, la de los Larra Keeyah, cubren de barro a la menstruante
primeriza. La tribu de los Otati, también de aquella civilización, cavan un
hoyo donde se acurrucan en un intento de hacerlas pasar por muertas y para que
los malos espíritus pasen de largo en su presencia, pues se las considera en
esos momentos muy vulnerables.
Entre ciertos pueblos amerindios,
desde Alaska hasta Colombia, las menstruantes usan un capuchón que les cubre la
cabeza, o se tocan con un sombrero especial para esa ocasión: a su paso, la
gente se aparta de ellas en la creencia de que lo infestan todo y que destruyen
lo que miran, por lo que se las obliga a ir con la vista en el suelo.
Y no solo en estos pueblos atrasados
se mira con recelo a la menstruante: en el norte de Francia, todavía a
principios del siglo XX se les prohibía la entrada en las refinerías de azúcar
por temor a que el azúcar se tornara negra.
La salazón del tocino o la manteca
de cerdo no es recomendable llevarla a cabo si hay mujeres en esa condición, en
los departamentos del oeste francés.
En la región francesa de Berry, a la
menstruante se le echaba de comer aparte a finales del siglo XIX. Mientras, en
zonas del Cáucaso no era admitida en la iglesia, cosa que fue común a toda la
cristiandad en tiempos antiguos, como prohibición explícita del Concilio de
Nicea en el siglo IV.
En cuanto a España, en puntos de la
región andaluza todavía a finales del siglo XX se pensaba que el perro que lame
la sangre menstrual adquiere la rabia, y que los árboles a los que se suba una
mujer durante su regla, se secan.
En pueblos castellanos, como
Argamasilla de Alba, una menstruante no podía tocar a un niño, ni siquiera
mirarlo, pues de hacerlo le daba el mal de ojo.
Son muchos los pueblos de Europa que
atribuyen a la visita de la mujer menstruante el que se agrie el vino, se le
retire la leche del pecho a las nodrizas, se corte la leche y se echen a perder
las salsas en la cocina.
Con la mala prensa de la
menstruación, no sorprende que nadie se ocupara de solucionar los problemas
prácticos que generaba, y las mujeres salían del paso con compresas burdas
hechas de trapos deshilachados, inservibles, ya que sólo se utilizaban una vez:
cada periodo tenía su compresa.
Amén de lo dicho, las mujeres no
empezaron a salir de casa hasta mediados del siglo XVIII; antes, y en
particular durante esos días, yacían en los estrados, reclinadas sobre cojines
las que podían, y las sirvientas y trabajadoras eran dispensadas de trabajos
que exigieran algún esfuerzo.
Hasta el invento de la compresa
higiénica las mujeres habían recurrido, para paliar los inconvenientes de esos
días, a todo tipo de soluciones.
Estaban acostumbradas a recurrir a
cualquier medio para afrontar el problema que su fisiología les presentaba.
Hubo soluciones tan drásticas como la de permanecer sentadas sobre un saquito
de harina o de salvado todo el tiempo.
Como puedes comprobar los de
utilizar “trapos menstruales” es algo de miles de años. Durante el paso de los
siglos se emplearon sistemas tan variados como hierbas, pieles de animales,
cenizas de madera envueltas en tela, esponjas marinas… Todo lo que fuera
mínimamente absorbente se utilizó.
Más sofisticado era el tampón
vaginal egipcio, utilizado tanto como contraceptivo como para remediar los
problemas de las menstruaciones abundantes.
Otras civilizaciones, como los
asirios, utilizaron esponjas naturales.
Antecedentes de la compresa
desechable.
La compresa desechable la inventó en
el año 1888 la compañía Johnson & Johnson, la misma compañía que inventó
las tiritas. Las comercializó con el nombre de “toallas femeninas” o
“servilletas higiénicas”.
Pero lamentablemente, el invento no
consiguió obtener mucha aceptación. Y es que, según la mentalidad de la época,
las damas sentían mucha vergüenza y reparo pedirlas y comprarlas en los
comercios.
El inventor de la compresa tal y como
hoy la conocemos fue la empresa Estadounidense Kimberly- Clark en el año 1921.
Esta compañía ubicada en Neenah (Wisconsin), ideó una especie de venda
perforada de forma desigual en cada vuelta que servía para absorber la sangre
de la menstruación.
Sus fabricantes la registraron con
el nombre de Kotex, término que lleva en su composición la palabra inglesa
cotton= algodón. Por tanto había nacido la primera compresa higiénica de la
historia, producto comercializado y fabricado, como tantas otras cosas de la
civilización moderna, en Estados Unidos.
Como la compresa todavía se trataba
de un sistema insatisfactorio, en 1937 el médico norteamericano Earl Hass dio
con un medio mejor para ayudar a las mujeres: el tampón higiénico.
Pensó que era posible adoptar un
principio similar al del tampón quirúrgico empleado en las operaciones para
absorber la sangre de heridas e incisiones, y aquel mismo año registró y obtuvo
una patente y fundaba la luego poderosa firma Tampax.
Al principio, como era de esperar y
suele suceder en usos tan íntimos, hubo reticencias y se inmiscuyeron en el
asunto una serie de pegas de naturaleza moral.
Tras la Segunda Guerra Mundial el
Tampax se convirtió en la forma más adecuada de resolver los problemas de
sangrado de la menstruación y su uso se extendió a todo el mundo. La regla o
periodo había dejado de ser un incordio para las mujeres.
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