La guerra
hispano-estadounidense fue un conflicto bélico que enfrentó a España y a los Estados
Unidos en 1898, como resultado de la intervención estadounidense en la guerra
de Independencia cubana.
Al final
del conflicto España fue derrotada y sus principales resultados fueron la
pérdida por parte de esta de la isla de Cuba (que se proclamó república
independiente, pero quedó bajo tutela de Estados Unidos), así como de Puerto
Rico, Filipinas y Guam, que pasaron a ser dependencias coloniales de Estados
Unidos.
En
Filipinas, la ocupación estadounidense degeneró en la guerra
filipino-estadounidense de 1899-1902. El resto de posesiones españolas del
Pacífico fueron vendidas al Imperio alemán mediante el tratado hispano-alemán
del 12 de febrero de 1899, por el cual España cedió al Imperio alemán sus
últimos archipiélagos —las Marianas (excepto Guam), las Palaos y las Carolinas—
a cambio de 25 millones de pesetas (17 millones de marcos), ya que eran
indefendibles por España.
Los Estados
Unidos, que no participaron en el reparto de África ni de Asia y que desde
principios del siglo XIX estaban llevando a cabo una política expansionista,
fijaron su área de expansión inicial en la región del Caribe y, en menor
medida, en el Pacífico, donde su influencia ya se había dejado sentir en Hawái
y Japón. Tanto en una zona como en otra se encontraban valiosas colonias
españolas (Cuba y Puerto Rico en el Caribe, Filipinas, las Carolinas y las
Marianas y las Palaos en el Pacífico), que resultaron ser presas fáciles,
debido a la fuerte crisis política que sacudía su metrópoli desde el final del
reinado de Isabel II.
En el caso
de Cuba, su fuerte valor económico, agrícola y estratégico ya había provocado
numerosas ofertas de compra de la isla por parte de varios presidentes
estadounidenses (John Quincy Adams, James Polk, James Buchanan y Ulysses S.
Grant), que el gobierno español siempre rechazó. Cuba no solo era una cuestión de prestigio
para España, sino que se trataba de uno de sus territorios más ricos y el
tráfico comercial de su capital, La Habana, era comparable al que registraba en
la misma época Barcelona.
A esto se
añade el nacimiento del sentimiento nacional en Cuba, que desde la Revolución
de 1868 había ido ganando adeptos, el nacimiento de una burguesía local y las
limitaciones políticas y comerciales impuestas por España que no permitía el
libre intercambio de productos, fundamentalmente azúcar de caña, con los EE.
UU. y otras potencias.
La primera
sublevación desembocaría en la Guerra de los Diez Años (1868-1878) bajo la
dirección de Carlos Manuel de Céspedes, un hacendado del oriente de Cuba. La
guerra culminó con la firma de la Paz de Zanjón, que no sería más que una
tregua. Si bien este pacto hacía algunas concesiones en materia de autonomía
política y pese a que en 1880 se logró la abolición de la esclavitud en Cuba, la
situación no contentaba completamente a los cubanos debido a su limitado
alcance. Por ello los rebeldes volvieron a sublevarse de 1879 a 1880 en la
llamada Guerra Chiquita.
Por otra
parte, José Martí, escritor, pensador y líder independentista cubano, fue
desterrado a España en 1871 a causa de sus actividades políticas. Martí en un
principio tiene una posición pacifista, pero con el pasar de los años su
posición se radicaliza. Es por esto que convoca a los cubanos a la «guerra
necesaria» por la independencia de Cuba. Con tal fin, crea el Partido
Revolucionario Cubano bajo el cual se organiza la Guerra del 95.
Cada vez
parecía más inminente el desencadenamiento del conflicto entre dos potencias
que otros países consideraban de segunda: un país impetuoso, joven y todavía en
desarrollo, que buscaba hacerse un hueco en la política mundial a través de su
economía creciente, y otro viejo, que intentaba mantener la influencia que le
quedaba de sus antiguos años de gloria. Los líderes estadounidenses vieron en
la disminuida protección de las colonias, producto de la crisis económica y
financiera española, la ocasión propicia de presentarse ante el mundo como la
nueva potencia mundial, con una acción espectacular.
De hecho esta guerra fue
el punto de inflexión en el gran ascenso de la nación estadounidense como poder
mundial, pero para su antagonista significó la acentuación de una crisis que
tocaría fondo con una guerra civil en el siguiente siglo y no se resolvería
hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando España finalmente logra
recomponerse.
En Cuba la situación militar española era complicada. Los mambises, dirigidos por Antonio Maceo y Máximo Gómez, controlaban el campo cubano quedando solo bajo control colonial las zonas fortificadas y las principales poblaciones.
El capitán
general español Weyler, designado para la isla, decidió recurrir a la política
de Reconcentración, consistente en concentrar a los campesinos en «reservas
vigiladas». Con esta política pretendía aislar a los rebeldes y dejarlos sin
suministros. Estas reservas vigiladas provocaron que empeorara la situación
económica del país, que cesó de producir alimentos y bienes agrícolas. Se
supone que alrededor de 200 000-400 000 cubanos murieron a causa de ellas.
Esta
situación hizo que se radicalizara aún más el proceso independentista y la
exacerbación del odio hacia el dominio colonial.
En La
Habana, se sucedían manifestaciones y enfrentamientos entre los sectores
independentistas y españolistas. Por otra parte, muchos cubanos influyentes
reclamaban insistentemente en Washington la intervención estadounidense. El
gobierno de los Estados Unidos, viendo la posibilidad de que el ejército
independentista en Cuba lograra derrocar finalmente al español, y con ello
perder la posibilidad de controlar la isla, se decide a intervenir.
El gobierno
español se hallaba en una encrucijada: si iba a la guerra la derrota era segura
por la diferencia de recursos con la que contaba un bando y otro; pero si
concedía la independencia a Cuba o se la vendía a EE. UU. casi seguro habría
una revolución que derrocaría el régimen de la restauración, con posible vuelta
de golpes de estado, revoluciones, y guerras civiles que habían marcado las
anteriores décadas en España durante el siglo XIX. Los dirigentes políticos
finalmente prefirieron una guerra perdida de antemano ya que conocían la
superioridad del enemigo, pero optaron por no enfrentarse a una población que
había sido convencida del triunfo por una prensa irresponsable y
sensacionalista, y que no habría permitido que el ejército no actuara ante un
ataque contra el "territorio nacional" (Cuba no era considerada una
colonia, sino una provincia más del país; pero tanto legalmente como de hecho
era administrada como una colonia).
El gobierno
estadounidense envió a La Habana el acorazado de segunda clase Maine. El viaje
era más bien una maniobra intimidatoria y de provocación hacia España, que se
mantenía firme en el rechazo de la propuesta de compra realizada por los
Estados Unidos sobre Cuba y Puerto Rico. El 25 de enero de 1898, el Maine entró
en La Habana sin haber avisado previamente de su llegada, lo que era contrario
a las prácticas diplomáticas tanto de la época como actuales. En
correspondencia a este hecho, el gobierno español envió al crucero Vizcaya al
puerto de Nueva York.
A pesar de
lo inoportuno de la visita, la población habanera permanecía tranquila y
expectante y parecía que el capitán general, Ramón Blanco, controlaba
perfectamente la situación. Por otra parte, a pesar de que el Maine tuvo un
gélido recibimiento por parte de las autoridades españolas, Ramón Blanco y el
capitán del navío, Charles Dwight Sigsbee, simpatizaron desde el primer momento
y se hicieron amigos.
Sin
embargo, a las 21:40 del 15 de febrero de 1898, una explosión iluminó el puerto
de La Habana: el Maine había saltado por los aires. De los 355 tripulantes,
murieron 254 marineros y dos oficiales. El resto de la oficialidad disfrutaba,
a esas horas, de un baile dado en su honor por las autoridades españolas.
Sin esperar
el resultado de una investigación, la prensa de William Randolph Hearst publicó
al día siguiente el siguiente titular: «El barco de guerra Maine partido por la
mitad por un artefacto infernal secreto del enemigo».
España negó
desde el principio que tuviera algo que ver con la explosión del Maine, pero la
campaña mediática realizada desde los periódicos de William Randolph Hearst,
hoy día el Grupo Hearst, uno de los principales imperios mediáticos del mundo,
convencieron a la mayoría de los estadounidenses de la culpabilidad de España,
a pesar de las críticas de algunos intelectuales estadounidenses, como el poeta
Edgar Lee Masters.
Estados
Unidos acusó a España del hundimiento y declaró un ultimátum en el que se le
exigía la retirada de Cuba, además de empezar a movilizar voluntarios antes de
recibir respuesta. Por su parte, el gobierno español rechazó cualquier
vinculación con el hundimiento del Maine y se negó a plegarse al ultimátum
estadounidense, declarándole la guerra en caso de invasión de sus territorios,
aunque, sin ningún aviso, Cuba ya estaba bloqueada por la flota estadounidense.
En cuanto al hundimiento del Maine, varios estudios posteriores han llegado a
la conclusión de que lo más probable es que la explosión fuese provocada desde
dentro del buque, debido a una ignición de la santabárbara, común en los buques
estadounidenses de la época.
Comenzó así
la Guerra hispano-estadounidense, que con posterioridad se extendió a otras
colonias españolas como Puerto Rico, Filipinas y Guam.
En 1975, el
almirante estadounidense Hyman G. Rickover, al frente de un equipo de
investigadores, reunió todos los documentos e informes de las comisiones
encargadas de la investigación en 1898, las de 1912, cuando se extrajeron los
restos del buque, y cuantas declaraciones, publicaciones y fotografías pudo
obtener. Después de un exhaustivo análisis de todo el material dictaminó sin
lugar a dudas "que una fuente interna fue la causa de la explosión del
Maine”.
Con
anterioridad a los hechos del Maine, Estados Unidos ya había ordenado a su flota
del Pacífico que se dirigiera a Hong Kong e hiciera allí ejercicios de tiro
hasta que recibiera la orden de dirigirse a las Filipinas y a la isla de Guam.
Tres meses
antes también se había decretado bloqueo naval a la isla de Cuba sin que
mediara declaración de guerra alguna, y cuando finalmente se declaró esta, se
hizo con efectos retroactivos al comienzo del bloqueo.
Las tropas
de Estados Unidos rápidamente arribaron a Cuba. La Armada de los Estados Unidos
destruyó dos flotas españolas, una en la batalla de Cavite, en Filipinas, y
otra en la batalla naval de Santiago de Cuba cuando la flota española intentaba
sin casi esperanza escapar a mar abierto. Sin embargo, los españoles solo
habían logrado hundir un barco estadounidense en toda la guerra: el USS
Merrimac. Por si fuera poco, algunas de las mejores unidades de la armada como
el Acorazado Pelayo o el crucero Carlos V no intervinieron en la guerra a
pesar de ser superiores a sus contrapartidas estadounidenses, aumentado la
sensación entre algunos de que se estaba asistiendo a una "demolición
controlada" por parte del gobierno español de colonias ingobernables que
se iban a perder más pronto que tarde para evitar que el régimen de la restauración
colapsara (de hecho, las pocas posesiones que España conservó tras esta guerra
fueron vendidas en 1899 a Alemania). Finalmente, el gobierno español pidió en
julio negociar la paz.
Santiago de
Cuba se rindió el 16 de julio. Algunas cifras estiman los fallecidos en la
campaña, que culminó con la toma de Santiago, en alrededor de 600 por la parte
española, 250 por la estadounidense y 100 por la cubana. A pesar de que la
guerra fue ganada principalmente por el apoyo de los mambises, el general
Shafter impidió la entrada victoriosa de los cubanos en Santiago de Cuba, bajo
el pretexto de «posibles represalias».
El 25 de
julio, el general Nelson A. Miles, con 3300 soldados, desembarcó en Guánica
comenzando la ofensiva terrestre en Puerto Rico. Las tropas de EE UU
encontraron resistencia a comienzos de la invasión. La primera escaramuza entre
los estadounidenses y las tropas españolas y portorriqueñas tuvo lugar en
Guánica, y la primera resistencia armada se produjo en Yauco, en lo que se
conoce como el Combate de Yauco. Este encuentro fue seguido por los combates de
Fajardo, Guayama, Coamo y por el del Asomante. Toda una serie de operaciones
navales como el bloqueo de las costas de Cuba y el bombardeo de las
fortificaciones españolas en San Juan de Puerto Rico, por el acorazado USS
Iowa, el crucero acorazado USS Nueva York y otros buques de guerra, el apoyo
proveniente de los cañones de la armada estadounidense contra las costas y los
desembarcos del ejército en Cuba y Puerto Rico llevaron al rápido final de la
contienda. Estados Unidos nunca pudo apropiarse de Puerto Rico ni ocupar la
isla, lo cual terminó pasando por la rendición de España por sus derrotas en
Filipinas y Cuba.
El 13 de
agosto se dio la batalla de Manila, la última de la guerra. Tropas
estadounidenses capturan Manila (capital de Filipinas) en una batalla que en
realidad fue pactada con los españoles para evitar que cayera en manos de los
insurgentes filipinos.
Tras
conocerse el hundimiento de las dos flotas, el gobierno de Sagasta pidió la
mediación de Francia para entablar negociaciones de paz con Estados Unidos que
tras la firma del protocolo de Washington. «Calificada como absurda e inútil
por gran parte de la historiografía, la guerra contra EE UU se sostuvo por una
lógica interna, en la idea de que no era posible mantener el régimen monárquico
si no era a partir de una derrota militar más que previsible», afirma Suárez
Cortina. Un punto de vista que es
compartido por Carlos Dardé: «Una vez planteada la guerra, el gobierno español
creyó que no tenía otra solución que luchar, y perder. Pensaron que la derrota
—segura— era preferible a la revolución —también segura—». Conceder «la
independencia a Cuba, sin ser derrotado militarmente… hubiera implicado en
España, más que probablemente, un golpe de Estado militar con amplio apoyo popular,
y la caída de la monarquía; es decir, la revolución».31 Como dijo el jefe de
la delegación española en las negociaciones de paz de París, el liberal Eugenio
Montero Ríos: «Todo se ha perdido, menos la Monarquía». O como dijo el
embajador norteamericano en Madrid: los políticos de los partidos dinásticos
preferían «las probabilidades de una guerra, con la seguridad de perder Cuba,
al destronamiento de la monarquía».
Mediante
los acuerdos de París del 10 de diciembre de 1898, se concuerda la futura
independencia de Cuba, que se concretará en 1902, y España cede Filipinas,
Puerto Rico y Guam. Las restantes posesiones españolas en Oceanía (islas
Marianas, Carolinas y Palaos), incapaces de ser defendidas debido a su lejanía
y la destrucción de buena parte de la flota española, fueron vendidas a
Alemania en 1899 por 25 millones de pesetas, por el tratado germano-español.
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